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La predicación de la ira de Dios

El reformador de Ginebra, Juan Calvino, dijo: «La predicación es la exposición pública que el hombre enviado por Dios hace de la Escritura y, en la cual, Dios mismo está presente tanto en juicio como en gracia.» Un fiel ministerio del púlpito requiere una declaración tanto de juicio como de gracia. La Palabra de Dios es una espada aguda de doble filo que suaviza y endurece, consuela y aflige, salva y condena.

La predicación de la ira divina sirve como un fondo de terciopelo negro que hace que el diamante de la misericordia de Dios brille con más brillo que diez mil soles. Es sobre el oscuro lienzo de la ira divina que el esplendor de su gracia salvadora irradia en forma más plena. Predicar la ira de Dios muestra con el mayor brillo su bondadosa misericordia hacia los pecadores.

Como trompeteros que, sobre el muro del castillo, advierten de un desastre que se avecina, los predicadores deben proclamar todo el consejo de Dios. Quienes ocupan los púlpitos deben predicar todo el cuerpo de verdad de las Escrituras, que incluye tanto la ira soberana como el amor supremo. No pueden ponerse a escoger lo que desean predicar. Para un predicador fiel, abordar la ira de Dios nunca es optativo; es un mandato divino.

Trágicamente, la predicación del juicio inminente de Dios está ausente de muchos púlpitos contemporáneos. Los predicadores se disculpan por la ira de Dios, o bien, la ocultan por completo. Muchos dicen que, con el fin de magnificar el amor de Dios, el predicador debe bajarle el perfil a su ira. Pero omitir la ira de Dios es oscurecer su asombroso amor. Extrañamente, es una crueldad ocultar la declaración de venganza divina.

¿Por qué es tan necesario predicar la ira divina? Primero, porque el carácter santo de Dios lo demanda. Una parte esencial de la perfección moral de Dios es su odio al pecado. A.W. Pink declara: «La ira de Dios es su santidad puesta en actividad contra el pecado.» Dios es un «fuego consumidor» (He 12:29) que «se indigna cada día» (Sal 7:11) contra el impío. Dios ha «aborrecido la iniquidad» (45:7) y está airado contra todo lo que se opone a su perfecto carácter. Él, por lo tanto, «destruirá» (5:6) a los pecadores en el Día del Juicio.

Todo predicador debe declarar la ira de Dios o, de lo contrario, marginará su santidad, amor, y rectitud. Porque Dios es santo, está separado de todo pecado y completamente opuesto a todo pecador. Porque Dios es amor, se deleita en la pureza, y debe, por necesidad, aborrecer todo lo que no sea santo. Porque Dios es recto, debe castigar el pecado que viola su santidad.

Segundo, el ministerio de los profetas lo demanda. Los antiguos profetas frecuentemente proclamaban que sus oyentes, por su continua maldad, estaban acumulando la ira de Dios sobre sí mismos (Jer 4:4). En el Antiguo Testamento, se usan más de veinte palabras para describir la ira de Dios, y en sus diversas formas, se usan un total de 580 veces. Una y otra vez, los profetas describieron con vívidas imágenes la ira de Dios desatada sobre la maldad. El último de los profetas, Juan el Bautista, habló de «la ira que vendrá» (Mt 3:7). Desde Moisés hasta el precursor de Cristo, los impenitentes fueron incesantemente advertidos de la furia divina que les aguarda.

Tercero, predicar a Cristo lo exige. Irónicamente, Jesús habló más de la ira divina que cualquier otro en la Biblia. Nuestro Señor habló de la ira de Dios más de lo que habló sobre el amor de Dios. Advirtió sobre el «infierno de fuego» (Mt 5:22) y la «destrucción» eterna (7:13) en que hay «llanto y crujir de dientes» (8:12). Dicho en términos simples, Jesús fue un predicador de fuego infernal y perdición. Los hombres de los púlpitos harían bien en seguir el ejemplo de Cristo al predicar.

Cuarto, la gloria de la cruz lo exige. Cristo sufrió la ira de Dios por todos aquellos que lo invocarían. Si no hay ira divina, no se necesita la cruz, y mucho menos para la salvación de las almas perdidas. ¿De qué necesitarían ser salvados los pecadores? Sólo cuando reconocemos la realidad de la ira de Dios contra quienes merecen ser juzgados percibimos la cruz como una noticia tan gloriosa. Demasiados pulpiteros se jactan hoy de tener un ministerio centrado en la cruz, pero rara vez, si es que lo hacen, predican la ira divina. Esto es una violación de la cruz misma.

Quinto, la enseñanza de los Apóstoles lo requiere. A quienes fueron directamente comisionados por Cristo se les ordenó proclamar todo lo que Él mandó (Mt 28:20). Esto exige proclamar la justa indignación de Dios para con los pecadores. El Apóstol Pablo advierte a los no creyentes del «Dios que expresa su ira» (Ro 3:5) y declara que sólo Jesús puede «librarnos de la ira venidera» (1 Ts 1:10). Pedro escribe sobre «el día del juicio y de la destrucción de los impíos» (2 P 3:7); Judas menciona «el castigo del fuego eterno» (Jud 7); y Juan describe «la ira del Cordero» (Ap 6:16). Claramente, los escritores del Nuevo Testamento reconocieron la necesidad de predicar la ira de Dios.

Los predicadores no deben renunciar a proclamar la justa ira de Dios para con los pecadores que merecen el infierno. Dios ha establecido un día en que juzgará al mundo en justicia (Hch 17:31). Ese día ya se ve en el horizonte. Tal como los profetas, como los Apóstoles, y aun como Cristo mismo, también nosotros debemos advertir a los no creyentes del terrible día que se acerca e instarlos a huir hacia Cristo, el único poderoso para salvar.

Fuente:
Pastor Steven Lawson

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