La incredulidad ha caracterizado a la humanidad desde el mismo inicio de los tiempos. El hombre sencillamente encuentra sumamente difícil creer lo que no ha visto. Es por esta razón que Moisés, al ser enviado por Dios a guiar a su pueblo escogido, Israel, hacia la liberación del yugo de la esclavitud a que había sido sometido por Egipto, en vez de salir corriendo a cumplir aquel mandato divino, preguntó a Dios sobre cómo habría él de convencer al pueblo de Israel de que había sido enviado verdaderamente por el Dios de sus padres a mostrarles el camino de la liberación, a lo que Dios respondió diciéndole que arrojase al suelo la vara que Moisés traía en sus manos.
Al hacerlo de ese modo, Moisés vio la vara convertirse en serpiente y tuvo miedo, pero el señor le dijo que la tomara por la cola y la serpiente volvió a ser una vara otra vez (Éxodo 4:1-5). Ante los ojos del ser humano era una vara cualquiera, pero esta vara fue utilizada por Moisés, siguiendo el mandato de Dios, para que el pueblo judío la recibiera como señal de que era el mismo Creador quien lo enviaba.
A través de esta vara, unas veces en manos de Moisés, otras veces en manos de Aarón, el Señor dio muestras a los incrédulos ojos humanos de su poder: las diez plagas de Egipto, el camino abierto a través del mar Rojo, la victoria del pueblo judío ante Amalec, y muchas otras señales de Dios, no bastaron para que el pueblo de Israel renunciara a su incredulidad. Una señal de confirmación envió Dios a su pueblo mediante el uso de la vara de Aarón, cuando muchos de los israelitas sintieron envidia por el sacerdocio de Aarón y creyeron que cualquiera de ellos podía llevar a cabo esa misión. Guiado por el Señor, Moisés dijo a sus hermanos israelitas que eligieran un representante de cada tribu e inscribieran cada nombre en una vara.
El nombre de Aarón fue escrito en representación de la tribu de Leví. Puestas las doce varas, una por cada tribu, en el tabernáculo de reunión, delante del testimonio, Delante de Dios. todos pudieron ver al día siguiente que la vara de Aarón había florecido y tenía botones, flores y almendras maduras, como muestra de que Aarón, sólo él y sus descendientes, podían ejercer el sacerdocio delante del Creador (Números 17:1-11).
La historia de esa vara pudo haber terminado allí, pero no fue así. Cuando los judíos llegaron al desierto de Zin, un lugar árido y hostil, reclamaron a Moisés por haberlos conducido allí, exigían que les diera agua para beber, que les quitara la sed. Después de haber sido testigos de tantas maravillas, continuaban dando muestras de rebeldía. Una rebeldía que al parecer contagió a Moisés y a Aarón, porque, luego de haberse postrado ante el tabernáculo de reunión, recibieron la orden de Dios de tomar de nuevo la vara y hablar a la roca para que esta le diera agua. Moisés obedeció, tomó de nuevo la vara, pero lo hizo con rebeldía y hasta con signos de incredulidad. En vez de hablar a la roca, la golpeó molesto dos veces, entonces el agua brotó abundantemente. Esa fue la razón por la que ninguno de ellos dos, Moisés ni Aarón, entró a la tierra prometida (Números 20:1-12).
Finalmente, esa misma vara de Aarón fue colocada dentro del arca del pacto, junto a las tablas que el señor había entregado a Moisés en el monte Sinaí y junto al vaso de oro que contenía el maná que Dios había ordenado que fuera guardado para ser mostrado a las futuras generaciones (Hebreos 9:4).
El arca del pacto, arca del testimonio o arca de la alianza, tres nombres que denominan a este símbolo tan importante en la historia del pueblo de Israel) permaneció entre los judíos hasta la conquista babilónica. La Biblia no vuelve a mencionarla después de aquella época, pero, son muchos los estudiosos y teólogos que creen que un día será encontrada y que cuando eso suceda estaremos en los tiempos finales. La vara de la cual habla este escrito, usada por Moisés y Aarón, fue, a simple vista, una vara de almendro y nada más. Sin embargo, fue una vara poderosa… una vara milagrosa… es la vara de Dios.