Editorial

El poder de Dios en el corazón de un niño

Una de las panorámicas admirables bíblicas que se pueden contemplar en el nuevo testamento es el delicado trato de Jesús con los niños, con los que se identificaba plenamente por su natural inocencia y su segura  herencia en el reino de los cielos.

Como ejemplo cito  a Mateo: 19:13-15: “Entonces le fueron presentados unos niños para que pusiera las manos sobre ellos y orara. Pero los discípulos los reprendieron. Entonces Jesús dijo: “Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de los cielos. Y habiendo puesto sobre ellos las manos, se fue de allí”.

Además, los niños son recipientes para recibir la revelación de Dios, y al respecto en una ocasión Jesús se regocijó en el espíritu y dijo: “Yo te alabo,  Padre, Señor de los cielos y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos y las has revelado a los niños: Si, Padre, porque así te agradó”. Lucas 10:21.

Los niños, no importa su nacionalidad, raza, color, pobre o rico, etc., son objetos de un amor muy especial por parte de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. “De cierto os digo que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Lucas 18:17.

En otra ocasión, los discípulos entraron sobre quién sería el mayor. “Jesús percibiendo los pensamientos en sus corazones, tomó a un niño y lo puso junto a sí: y les dijo –Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió, porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es el más grande”, Lucas 9:46.

 La presencia de Jesús, por su carisma, atractivo, amor, gracia, misericordia y poder atraía, no solo a los niños, sino también a los adultos y toda clase de gente, tales como sacerdotes, fariseos, escribas, publicanos, soldados, pecadores, líderes religiosos y gubernamentales, así como ricos, pobres, enfermos y sanos,  muchos de los cuales se deleitaban escuchando su sabia y poderosa palabra que transformaron vidas de aquellos que la recibieron.

Muchos de estos seguían a Jesús, donde quiera que Señor se dirigía, atraídos por su poder de sanar a los enfermos, “de liberar a los oprimidos, dar buenas nuevas a los pobres, a sanar a los quebrantados de corazón, pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año agradable”, Lucas 4:18.  

Durante el desarrollo de su ministerio, Jesús y sus discípulos se sentaban en las aldeas y ciudades rodeados de grandes multitudes que iban a oír su palabra que como el agua y el pan de vida la recibían para satisfacer su hambre y sed espirituales.

Sus colaboradores y los discípulos de Jesús, vinieron en una ocasión a tierra de Genezaret, y “al salir ellos de la barca, en seguida la gente lo reconoció. Mientras recorrían toda la tierra alrededor, comenzaron a traer de todas partes enfermos en camillas a donde oían que estaba Jesús. Y donde quiera que entraba, ya fuera en aldeas, en ciudades o en campos, ponían en las calles a los que estaban enfermos y le rogaban que le dejara tocar siquiera el borde de su manto, y todos los que lo tocaban quedaban sanos”, Marcos 6:53-56.

Cuan maravilloso y grandioso fue el ministerio de Jesucristo aquí en la tierra, y el apóstol Juan dice que “hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una por  una, pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén”, Juan 21:25.   

Nuestro maestro el Señor Jesús y Salvador Rey de Reyes y Señor de Señores, sentado en los cielos a la diestra de Dios padre, se manifiesta  a través de su Espíritu Santo, que nos guía a toda verdad, y discierne y conoce los más recónditos secretos del hombre, por su inmensa sabiduría, “porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad”, Colosenses 2:9.

Dios revela sus secretos a los que lo buscan y mantienen con él una estrecha relación  para que conozcan los más profundos propósitos para cada uno de sus hijos, que son los creyentes que han recibido a Jesucristo como su Señor y Salvador. El revela sus secretos  a un corazón contrito y humillado que lo busca ardientemente. Las ofrendas de Caín y Abel,  la del primero, que fue un cordero, fue aceptada pero la del segundo, fruto de la tierra, rechazada, porque Dios conocía la intención de ambos corazones.

Dios acepta la adoración de un corazón contrito y humillado,  pero es indiferente a  una estructura ministerial, a una voz bonita, o a un  hablar bonito, a un atuendo con perfumes caros, al conocimiento de muchas palabras bíblicas, a  saco y corbata, a  un periódico cristiano bonito, a buenas obras, al dinero. La adoración que recibe con gozo nuestro Dios es la de un corazón que se humilla ante su hermosa y maravillosa presencia.

El hombre, que ha heredado el pecado y la muerte de nuestros padres Adam y Eva, puede ser regenerado y salvado, cuando se humilla y reconoce la obra de Jesucristo en la cruz del Calvario, quien derramó su sangre preciosa para redimirnos de todos nuestros pecados. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciará tú, oh Dios”, Salmos 51;17.

 Dios ve en el corazón de un niño la inocencia, la humildad y la mansedumbre, y dice que de los tales es el reino de los cielos. E invita al hombre pecador a tener las mismas cualidades de los niños, para que puedan heredar la ciudadanía divina y disfrutar por toda la eternidad de la presencia de Dios Padre y de su Hijo, Jesucristo.  

Entremos al Tabernáculo y hablemos en oración con Dios, y cantemos al Señor, dame un nuevo corazón, un corazón para adorarte, un corazón puro para servirte, dame un nuevo corazón, limpio como el cristal, dulce como la miel, un corazón que sea como el tuyo Señor.

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