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El gozo del perdón

Me viene a la mente aquel cálido domingo de enero en que le entregué mi vida al Señor. Me sentía tan vacío, tan sucio de los destrozos causados por mi vida pecadora, que jamás imaginé que hubiera Dios que me perdonara. La vergüenza me atormentaba, mi orgullo se desmoronaba en Su presencia y las lágrimas contenidas por mi falsa y confusa apreciación de la necesidad, nublaban mi visión y bañaban mi interior. Tenía por delante la más difícil de las tareas, la más difícil: confesar mis pecados, arrepentirme sinceramente y sentir la certeza de la disposición de Dios de perdonarme. ¿Podía ser posible? ¿Volvería a sentir paz en mi corazón y… ser feliz?

Hace años escribí en mi testimonio personal: Y el Señor se me apareció sin esperarlo. Me sacudió de un soplo el fundamento de un pedestal que yo había edificado en un terreno pantanoso, peligroso, movedizo e infértil…y una de las tantas madrugadas sin ojos en que morí por aquellos días, me tomó en sus brazos y pude decirle una oración desesperada, quebrantada, esperanzada y húmeda…

Aquella oración de una madrugada “sin ojos” porque el insomnio me consumía, fue mi confesión, la primera confesión rotunda de mis pecados con sus nombres y apellidos. Mi espíritu se desparramó en mil gemidos clamando por perdón. Fue un aullido de arrepentimientos.

La respuesta me vino una hora más tarde de haberle dicho al Señor: ¡sí, te necesito Jesús! La luz del Señor me cegó y me derrumbó – como cegó a Saulo de camino a Damasco –. Fue una potente luz de paz y dicha infinita que no alcanzaba a comprender. El sentimiento de restauración, el fin de los suplicios encarnados en el pecado, comenzaba a recomponer una afanosa y contaminada existencia, a convertir mi lamento en gozo.

Hermano y hermana que lees esta reflexión, este es el tema recurrente en los Salmos llamados penitenciales porque son cánticos de confesión de pecados y de promesas de restauración y perdón de parte de Dios. Son los Salmos 6, 14, 31, 32, 38, 41, 51, 102, 130 y 143. Ellos nos recuerdan lo vulnerables que somos y lo fácil que es interrumpir nuestra relación con Dios a causa de la desobediencia. También es el tema recurrente en tu vida y en la mía. El pecado no confesado nos arrebata el gozo, nos lleva una y otra vez a enfrentar la aflicción, a sumergirnos en la tristeza, a sentirnos desgraciados. Tú y yo podemos tener una experiencia gozosa si le entregamos a Él nuestra transgresión, nuestra iniquidad, el pecado que está ahora delante de nuestras vidas y nos quita la alegría del Señor. Dios hizo un pacto irreversible con nosotros al enviar a Cristo a morir en la cruz y cargar con todos los pecados del mundo para que hoy su gracia fuera abundante. Él es perdonador por naturaleza, misericordioso en su esencia y quiere enseñarnos las sendas por donde debemos andar para no pecar. Somos bienaventurados al sentirnos perdonados.

Si la carga del pecado no confesado a Dios -sólo a Él- te atormenta; si el gozo que solías mostrar como testimonio de una vida agradable y plena en Cristo ya no te acompaña, rinde tu corazón una vez más a tu Señor, dile lo que sientes; dile como lo hizo David: Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado (Salmo 32:5).

Si no conoces al Señor, ¡qué hermosa oportunidad para ponerte a cuentas con tu creador!: no necesitas velas, ni flores, ni estandartes extraños, ni inciensos aromáticos, ni piedrecitas de sortilegios. ¡Sólo tu corazón! El Señor lo conoce, quiere que se lo entregues, pues al fin y al cabo de Él es. Cuando confiesas tu pecado y te arrepientes, la luz del Cristo indulgente te inundará de perdón, experimentarás el gozo de la salvación y ya no serás más esclavo y cautivo de la maldad; tu vida encontrará perspectiva y verdadero rumbo y el Señor de la clemencia te dejará ver su gloria. La dicha de una vida perdonada es el más puro bálsamo que trae gozo y paz al corazón. ¡Dios te bendiga!

Fuente:
Faustino de Jesús Zamora Vargas

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