En la Biblia vemos muchos milagros. En Mateo 8, vemos uno de los momentos en que Jesús admiró la fe de alguien. El siervo de un centurión estaba enfermo, y este último dijo a Jesús que no era necesario que llegara hasta su casa para sanarlo, que bastaba con que enviara la palabra. Jesús se maravilló, y dijo que ni aun en Israel había hallado tanta fe.
“13 Entonces Jesús dijo al centurión: Ve, y como creíste, te sea hecho. Y su criado fue sanado en aquella misma hora.” Mateo 8:13
No eches la culpa a Dios de que no has tenido tu milagro; ve, y como creíste, te sea hecho.
En Lucas 7, se nos narra este mismo momento, y se nos dice que quien pide el milagro es un grupo de judíos que dijo que el centurión era digno de recibirlo, porque había construido una sinagoga. Pero en Mateo vemos que el centurión mismo le dijo a Jesús que él no era digno de recibirle en su casa. Jesús se maravilla de la fe de este hombre. En contraste, en Marcos 6, Jesús dice también estar maravillado, pero de la incredulidad del pueblo de Israel.
Al ver la mujer sirofenicia y al centurión romano, tenemos que entender que la fe de estos estaba basada en algún tipo de conocimiento de la gracia de Dios. Muchos dicen tener fe, pero la base de su fe no es la gracia de Dios. La gracia de Dios es el acceso que tiene un hombre, una mujer a los beneficios de Dios en su vida, por encima de cualquier condición natural, humana y aun espiritual, pecaminosa que podamos tener. La fe en Dios te da acceso por la gracia de Dios a disfrutar de sus beneficios, de lo que Él tiene para ti, de lo que Él había reservado para unos. A la mujer sirofenicia, Jesús le dijo que él había venido a los hijos de Israel; aunque parezca lo contrario, Jesús no estaba negándole el milagro; él le había dicho a sus discípulos que no fueran donde los gentiles. Los gentiles que se convirtieron y tuvieron milagros, pero Jesús no fue a ellos; ellos vinieron a Jesús. Eran gentiles, no eran del pacto, de esa relación que Dios dice debían tener, pero su fe les lleva a decirse a sí mismos que todavía lo pueden tener, ya sea por misericordia o por gracia.
“26 Respondiendo él, dijo: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos. 27 Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.” Mateo 15:26-27
La mujer cananea le estaba diciendo: Es verdad, seré como uno de los perrillos, pero yo quiero mi milagro. Cualquiera se habría ofendido, pero ella no; ella dijo, esa es mi condición, no tengo derecho por el pacto, pero tengo derecho por la fe porque creo y todavía lo quiero. El centurión romano no era un hijo de Israel; él mismo no se creía digno, pero su fe le dio acceso, por la gracia de Dios. Pablo decía: Soy lo que soy, por la gracia de Dios. En el momento que te crees que lo que tienes es por quien tú eres, pierdes derecho a lo que Dios te ha dado. Pablo hablaba varios idiomas, tenía ciudadanía judía, romana, pero no dependía de nada de eso. Reconocía que lo que tenía no era porque lo mereciera, sino porque su fe le había dado acceso a lo que Dios tenía para su vida.
El problema es que, lo que un día accedemos por la gracia de Dios, luego comenzamos a tratar de accederlo pretendiendo impresionar a Dios. Hay creyentes que tienen pocos resultados en su vida; no se ve crecimiento, desarrollo. Son doctores en teología, llevan años en el ministerio, pero lo que impresiona a Jesús no son tus credenciales, sino que después de los veinte años sirviendo, un diploma, estudios bíblicos, no dependes de nada de eso, sino de la gracia de Dios. Que entiendas que no es el doctorado lo que te va a dar el trabajo, ese es un requisito natural, pero lo que te da acceso a tu milagro es tu fe de que Dios puede hacer contigo lo que Él ha dicho.
Que tu fe hable por ti ante Dios, sabiendo que es solo por la gracia de Dios que eres lo que eres y quien eres. No dependas de la experiencia; lo que te va a sacar de lo que estás pasando no es el conocimiento que tienes; lo que te va a llevar a un nuevo nivel es tu fe.
Los milagros que Dios tiene reservados para ti, no es porque te los merezcas, sino porque crees; no es porque seas tan bueno o porque no hayas pecado. Tú no puedes, delante de Dios, pensar que es tu pureza mental o física lo que te hace digno ante Él. Es tu fe. Si tú no pecas no es para impresionar a Dios, sino porque no te conviene. No es nada natural lo que te da acceso, es tu fe lo que te da acceso a la gracia de Dios y a obtener lo que otros dicen que tú no tienes derecho.
El centurión romano no accedió su milagro como cualquiera otro hubiera tratado. Claramente tenía un buen carácter, era un buen hombre; no era cualquier persona, era un hombre digno en la sociedad, pero no fue su dignidad lo que le dio el milagro. Era religioso, pero no fue su religión lo que le llevó a alcanzar su milagro. Fue un filántropo, dio dinero para construir una sinagoga; por esto le llamaron digno, porque el mundo te llama digno basado en lo que tú puedes hacer por ellos. Los judíos no llamaban a nadie digno. Cuando Jesús sanó a los diez leprosos, y estos iban camino al sacerdote, uno de ellos regresó y se postró. ¿Cuál fue el que regresó? El samaritano. Jesús lo manda donde el sacerdote porque, aunque Jesús lo sane, bajo la ley, quien tiene que declararlo limpio es el sacerdote. De otra manera, ante la sociedad seguirían siendo leprosos y no podrían integrarse. Pero, ¿por qué el samaritano regresó? Porque difícilmente el sacerdote iba a declararle limpio, por ser samaritano. ¿Para qué ir ante el sacerdote entonces? Mejor regresaba ante Aquel que no tan solo le sanó, sino que le veía limpio. Regresó donde el único de quien él necesitaba aprobación.
Tú no necesitas aprobación de nadie más que de Aquel que no tan solo te sana, sino que también te ve limpio.