A pesar de la oposición a la que pueda enfrentarse el creyente en este mundo, siempre debe afirmar en su corazón que Cristo es Señor. Debe aceptar y reconocer la soberanía y majestad del Señor, temiendo solo a Él.
El creyente que santifica a Cristo lo exalta como el objeto de su amor y su lealtad. Reconoce su perfección, ensalza su gloria y exalta su grandeza. Se somete a la voluntad de Dios, comprendiendo que su voluntad a veces implica sufrimiento. Vivir de esa manera es adornar en todo “la doctrina de Dios nuestro Salvador” (Tit. 2:10).
Como cristiano, tiene que consagrarse a honrar a Cristo como Señor, aún en medio del sufrimiento.
La sumisión a Él le dará valor y fortaleza en medio de la hostilidad.