Dios quiere lo primero y lo mejor de nosotros.
No va aceptar menos de eso. Es más, a la persona que intentaba sustituir algo se le requería que diera de los dos, lo mejor de lo segundo y de lo primero (Levítico 27.33). Como veremos más adelante en el capítulo diez, cuando estudiemos el libro de Malaquías, cualquiera que intentaba ofrecerle al Señor algo que no fuese lo primero de lo mejor, estaba bajo maldición.
De una forma u otra, el Señor recibe las primicias de lo mejor que tenemos. O cooperamos con El y experimentamos así la bendición, o nos oponemos y perdemos la bendición, y todo lo mejor también. R. T. Kendall señala:
- A. Criswell nos narra la historia acerca del pastor al que le preguntaron: «¿Cuántos miembros tiene su iglesia?» «Ciento cincuenta», le contestó. Alguien luego le hizo al pastor otra pregunta: «¿Y cuántos de ellos diezman?» El pastor le contestó: «Ciento cincuenta». Lleno de asombro, el curioso exclamó: «¡Cómo!, ¿los ciento cincuenta, toda la iglesia, son diezmadores?» «Sí, de veras», dijo el pastor. «Aproximadamente cincuenta de ellos traen el diezmo al almacén y Dios se encarga de cobrarle al resto de ellos».
Ahora bien, una implicación del hecho que Dios quiere de nosotros lo primero y lo mejor es que debemos fundamentar el diezmo en la totalidad de nuestros ingresos, no meramente de la cantidad que nos queda después que se restan los impuestos y otros gastos. Y al examinar las porciones bíblicas mencionadas anteriormente, puede ver con toda claridad que cuando Dios quiere lo primero, significa lo primero, no una parte de lo que quede. Una vez más, R. T. Kendall tiene la última palabra: «Aplicar el fundamento del diezmo en los ingresos netos es subestimar la promesa de la bendición de Dios, porque diezmar en base a “lo neto” casi equivale a dar “de mala gana”, lo cual puede ir en contra de la promesa de bendición. Es como si usted no cree que puede darle de más al Señor».
El diezmo, como sabe, significa «una décima parte». Pero con los tres diezmos (diezmo, ofrenda y limosna), su pueblo venía ofreciendo mucho más que el diez por ciento. Como señala el teólogo Charles Ryrie: «Así que la proporción estaba claramente especificada y cada israelita estaba obligado a traer al Señor aproximadamente veintidós por ciento de su ingreso anual».
Dios quiere que sus siervos sean sustentados.
El Señor proclamó en Números 18.21: «Y he aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en Israel por heredad, por su ministerio, por cuanto ellos sirven en el ministerio del tabernáculo de reunión». Dios tenía el propósito de que el diezmo sirviera para el sustento de sus ministros y de toda su obra.
Quiero hacerle una pregunta muy directa en este momento: ¿Está pagando su iglesia al pastor o pastores lo suficiente? Mi corazón se entristece cuando me entero que hay pastores cuyas iglesias les pagan tan poco que en algunos casos incluso tienen que buscar otro trabajo para nivelar su presupuesto. Le digo con toda franqueza: ¡eso no debe ser! Sus pastores merecen «doble honor», y no debieran conducir autos destrozados «cacharros», vivir en chozas o usar ropas raídas. No quiero decir que los ministros deban vivir como príncipes o potentados, pero tampoco deben vivir arruinados.
Dios quiere que sus ministros diezmen.
Números 18.26 dice: «Así hablarás a los levitas y les dirás: Cuando toméis de los hijos de Israel los diezmos que os he dado de ellos por vuestra heredad, vosotros presentaréis de ellos en ofrenda mecida a Jehová el diezmo de los diezmos».
Tenían que diezmar de sus ingresos para la obra del Señor.
Dios quiere que nosotros sustentemos al pobre.
El tercer diezmo, que se ofrecía cada tercer año, era destinado específicamente para la manutención del pobre, el extranjero y el desventurado. Cuando damos al Señor, apoyamos su obra y a sus siervos, pero también ayudamos al necesitado.
Dios quiere que celebremos cuando damos.
Este importante principio muchas veces se pasa por alto. Diezmar no era simplemente hacer un cheque y regresar a la casa. El segundo diezmo estaba diseñado para producir un tiempo especial de regocijo, una fiesta para celebrar la fidelidad del Padre.
Después de la cosecha, el pueblo viajaba a Jerusalén con sus diezmos, siguiendo la ordenanza del Señor de «darás el dinero por todo lo que deseas, por vacas, por ovejas, por vino, por sidra, o por cualquier cosa que tú deseares; y comerás allí delante de Jehová tu Dios, y te alegrarás tú y tu familia» (Deuteronomio 14.26). Celebraban en la presencia del Señor, recordando y regocijándose en su protección, demostrando a todos que Él «sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila» (Salmo 103.5).
Dios quiere que pidamos una bendición cuando damos.
El Padre quiere bendecirnos, y cuando somos obedientes, es perfectamente aceptable pedirle su bendición, es más, nos lo ordena. Dios dice en Deuteronomio 26.12-15:
Cuando acabes de diezmar todo el diezmo de tus frutos en el año tercero, el año del diezmo, darás también al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda; y comerán en tus aldeas, y se saciarán. Y dirás delante de Jehová tu Dios: He sacado lo consagrado de mi casa y también lo he dado al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda, conforme a todo lo que me has mandado; no he transgredido tus mandamientos, ni me he olvidado de ellos. No he comido de ello en mi luto, ni he gastado de ello estando yo inmundo, ni de ello he ofrecido a los muertos; he obedecido a la voz de Jehová mi Dios, he hecho conforme a todo lo que me has mandado. Mira desde tu morada santa, desde el cielo, y bendice a tu pueblo Israel, y a la tierra que nos has dado, como juraste a nuestros padres, tierra que fluye leche y miel.
Note que en la presencia del Señor, se esperaba que relataran su obediencia. Luego, después de haber informado solemnemente al Señor acerca de su plena obediencia, se les ordenaba pedir una bendición. Amigo, no hay presunción alguna en pedirle al Señor que lo bendiga, siempre y cuando haya sido obediente.