Dios se revela como el generoso proveedor para la tribu de Leví por cuanto eran los llamados al servicio consagrado al Señor de manera permanente. El Señor sentenció desde entonces que los levitas le pertenecerían por entero. Desde Moisés, Dios había ordenado que a los levitas le fueran asignadas ciudades y tierra para sus familias. La promesa de Dios para los levitas fue cumplida y estos recibieron de la heredad recibida por las demás tribus de Israel un total de 48 ciudades esparcidas por todo el territorio conquistado.
¿Quiénes eran los levitas? Los descendientes de la tribu de Leví, destinados a cumplir múltiples funciones de servicio para el Señor desde los tiempos de Moisés: responsables de cargar las piezas del tabernáculo y trasladar el Arca del Pacto adonde se movía el pueblo y garantes de practicar el sacerdocio. Fueron en verdad “los apóstoles” de su época, los encargados de registrar y mantener la memoria histórica de los hechos relevantes para que la tradición tuviera continuidad en las generaciones posteriores, los maestros, los que predicaban la Palabra, los teólogos y consejeros del pueblo de Dios. Los levitas fueron los últimos en recibir tierras y ciudades, mas los primeros por designio divino en guiar al pueblo conforme a la voluntad de Dios. Los últimos fueron los primero. El Señor decretó: “Yo mismo he escogido a los levitas… Los levitas son míos” (Números 3.12).
¿Qué es la iglesia hoy sino el “real sacerdocio y pueblo adquirido para posesión de Dios”? (1 Pedro 2:9). La iglesia ha heredado de su fundador, el Señor Jesucristo, los atributos que antes sólo le eran imputados a Israel: “nación santa, linaje escogido” (1 Pedro 2:9) para dar testimonio del que nos trasladó de las tinieblas a su luz.
Como miembros de la comunidad cristiana dentro de la iglesia del Señor de Señores, todos tenemos algo de levitas en el cuerpo de Cristo. Los dones del Espíritu nos fueron concedidos para ser en Cristo un mero reflejo de su gracia. Levitas herederos de la promesa que llevan el Arca en el medio del pecho; templo, corruptible aún, pero bendecido ya por la vida eterna que comenzó a hacerse realidad en nosotros cuando el Espíritu nos adquirió para ser posesión del Dios altísimo. En la fidelidad de Dios está nuestra esperanza, la certidumbre de que todo lo que él prometió se hará realidad en Su tiempo. Nos corresponde ser fieles, vivir el evangelio y anunciarlo, ser auténticos representantes del Reino en un mundo caído, por demás marioneta del enemigo que “se disfraza como ángel de luz” para que el pie del justo se deslice en el resbaladero y caiga.
La iglesia de Cristo tiene una misión que trasciende las culturas, las naciones y las etnias y es el fundamento de su existencia, así como una función educativa de alcance global, aunque el mundo lo niegue.
Por su obediencia y fidelidad Josué pudo experimentar el reposo que Dios concedió a su pueblo después que los levitas recibieron las ciudades y tierras de la heredad repartida. “El Señor les dio descanso en todo el territorio, cumpliendo así la promesa hecha años atrás a sus antepasados”. (Josué 21.44a). Énfasis del autor.
Los cristianos de hoy hemos alcanzado la promesa de su reposo y abrigamos la fe y la esperanza en todas las promesas de Dios. La carta a los Hebreos nos advierte: “…, temamos, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en Su reposo, alguno de ustedes parezca no haberlo alcanzado” (Heb 4.1). La promesa del reposo es el evangelio de la reconciliación, es el mismo Jesús, en quien tenemos “ciudad y tierra” permanentes para cumplir sus propósitos eternos. Los levitas de hoy – misioneros, adoradores predicadores, salmistas, maestros, ujieres y gentes humildes que sirven al Señor anónimamente y con gozo, tienen el privilegio de haber entrado en el reposo del Señor y esperar con fe por el cumplimiento de todas sus promesas.
Cuando la iglesia rompe los moldes del tradicionalismo costumbrista y la religión vacía para encontrarse definitivamente con su Señor, hereda promesa. Cuando el creyente inhala el grato perfume de la salvación mirando a la cruz como símbolo de expiación de toda la maldad del mundo por la sangre de quien la sufrió en su carne, hereda promesa. Vivamos como “mirando al invisible”, en el reposo de Cristo, viviendo su Palabra de vida eterna y con la esperanza como certidumbre de su venida en gloria.
¡Dios bendiga su Palabra!