Uno de los atributos que más aprecio en muchos de los personajes de la Biblia es esa mezcla de debilidad y fortaleza que se discierne en su personalidad, las áreas sombrías y luminosas que pugnan incesantemente dentro de ellos, y que me recuerdan de las vicisitudes y zigzagueos de mi propia experiencia espiritual.
A través de los años yo también he luchado con los impulsos contradictorios y persistentes de mi personalidad. En muchas ocasiones, como Pablo, le he pedido al Señor múltiples veces que me libre de algún aguijón secreto, y una y otra vez me he tenido que conformar con su firme pero paternal consejo: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad”.
Es preciso aclarar que esas tendencias pecaminosas se han dado en el contexto de una profunda aspiración a agradar al Señor, y una pasión consumidora por servirlo y serle útil. He tenido que aceptar la realidad psicológica y espiritual de que dentro de nosotros, dentro de lo que somos en esta condición caída que habitamos, pueden convivir el bien y el mal, lo carnal y lo espiritual, el amor profundo a Dios y las demandas oscuras de la carne. Para los que reconocemos esta dura realidad de la experiencia cristiana, las honestas palabras del apóstol Pablo, las cuales ya hemos mencionado en otro contexto, resuenan con una claridad meridiana (Romanos 7:21-25):
21 Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.
22 Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;
23 pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.
24 ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?
25 Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.
Pablo reconoce la lucha interna que lo divide. Entiende que en él se mueven algo así como dos naturalezas en pugna constante, lo que él llama “la ley de mi mente”, y “la ley del pecado”. Esas dos inclinaciones lo mantienen en tensión continua, alternando entre un profundo sentido de frustración por la continua tendencia a pecar (“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte”?), y un sentido de gratitud ante el hecho de que en Jesucristo hay esperanza de libertad y justificación (“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”).
Por medio de estas palabras tan sinceras, el gran apóstol hace reconocimiento de la verdadera condición de todos los que amamos al Señor profundamente, pero que también nos vemos forzados a reconocer que, mientras estemos en la carne, tendremos que luchar contra las tendencias siniestras de nuestra naturaleza biológica.
Interesantemente, esa expresión de profunda frustración de parte del gran apóstol da lugar en el próximo capítulo de Romanos a una de las expresiones más maravillosas de confianza y seguridad del cristiano de toda la Biblia. Allí Pablo confiadamente declara (Romanos 8:1,2 ):
1 Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.
2 Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.
Como hemos señalado antes (‘Conociendo nuestras deformaciones’), ese reconocimiento realista y honesto de la complejidad del alma humana en nada empobrece nuestro entendimiento de la experiencia de la santificación, o del poder de Dios para perfeccionarnos y pulirnos a través del tiempo. Simplemente hace más profunda y compleja la jornada espiritual del creyente. Le añade más textura y misterio—y más belleza quizás—a nuestro peregrinaje espiritual aquí en la tierra. En mi propia vida, así como he tenido que luchar con esos gigantes persistentes durante mucho tiempo, también los he visto caer uno tras otro por medio de la oración, el ayuno, la continua entrega de mi voluntad al Señor, la confesión continua, y el ejercicio del dominio propio fortalecido por el Espíritu Santo y la palabra de Dios.
Las victorias adquiridas durante ese peregrinaje han sido costosas y a largo plazo. Me han costado lágrimas, desvelos y vergüenzas. Pero esas largas jornadas por el desierto también han dejado en mi ser un sedimento de humildad, paciencia y misericordia para con los demás que me han resultado extremadamente útiles en mi carrera como pastor y consejero de almas. Me han obligado a descubrir y acudir a los recursos que provee la Palabra para los largos y desgastadores peregrinajes del Espíritu. Me han dado acceso al corazón y a misterios de Dios que de otra manera no hubiera conocido. Me han hecho mucho más realista y tolerante con respecto a las fallas e inconsistencias de los demás.
Estoy seguro de que esas luchas con el ángel en medio de la noche me han permitido conocer a Dios y conocerme a mí mismo de una manera que no hubiera sido posible si el proceso de la santificación hubiera sido lineal y sencillo. Dios se ha glorificado en todas mis luchas. En todo momento El se ha mostrado fiel y consistente en sus procedimientos misteriosos. ¡El resultado de esa jornada zigzagueante y agónica ha justificado las peripecias del viaje! Puedo identificarme plenamente con las palabras del escritor de Hebreos, que como vemos, entendía muy bien de las luchas, agonías y victorias del agricultor, el corredor atlético y el soldado (Hebreos 12:11):
11 Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados.