La serenidad perdura cuando dirigimos nuestra mirada hacia Cristo, el autor y consumador de nuestra fe. La fe, esa chispa divina que nos conecta con lo eterno, tiene el poder de visualizar lo imposible, creer en lo invisible y recibir lo inimaginable. En Lucas 1-37 leemos: «Porque nada hay imposible para Dios.» Este verso nos invita a recordar que la clave para vivir en paz no radica en nuestras propias fuerzas, sino en una confianza plena en Aquel que tiene el control de todas las cosas. En Lucas 1-37
Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo (Romanos 5-1). Esta justificación nos concede una paz que sobrepasa todo entendimiento, una paz que no depende de las circunstancias externas, sino de la seguridad de estar en las manos de Dios. La fe nos eleva por encima de las pruebas, permitiéndonos ver con los ojos del espíritu que lo que hoy parece insuperable, en las manos de Dios ya está resuelto.
Los discípulos pidieron a Jesús: «Auméntanos la fe» (Lucas 17-5). Esta súplica refleja la necesidad de depender de Dios para fortalecer nuestra confianza en Él. Jesús les respondió con una enseñanza poderosa: si tuvieran fe como un grano de mostaza, podrían ordenar a un árbol que se plantara en el mar, y este obedecerá (Lucas 17:6). Esto nos recuerda que no es el tamaño de nuestra fe lo que obra milagros, sino en quién depositamos nuestra confianza.
Además, esta fe no solo transforma nuestra percepción de la vida, sino que nos impulsa a actuar en obediencia, a caminar sobre las aguas de lo incierto con la seguridad de que Su mano nunca nos soltará. Tal como Abraham creyó y le fue contado por justicia, así también somos llamados a creer en las promesas de Dios, sabiendo que Él es fiel para cumplirlas.
Que esta verdad nos inspire a vivir en serenidad y gozo, proclamando que, aunque nuestros ojos no vean la solución inmediata, el Dios de lo imposible está obrando en lo profundo, siempre a nuestro favor, Gracia y Paz.