El principio de la ética de la vida, guarda estrecha relación a la conocida «regla de oro», que dice: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mateo 7:12) expresada por Jesucristo durante su peregrinar en esta tierra.
Es un principio tan esencial y oportuno en nuestras sociedades actuales, como fuente de sabiduría en la cual los ciudadanos deben abrevar constantemente, no importando el puesto, o área de servicio que le toque ejecutar. Esta norma, lejos de ser una «bobería», es un valor práctico que podemos aplicar en nuestras interacciones, relaciones, y ambientes, sea este familiar o laboral.
La temática de la ética o forma de comportamiento social, debe tener como base el respeto y la dignidad que toda persona merece en procura de impulsarnos o buscar “lo bueno”, “la armonía” y “el buen vivir” entre los seres civilizados; sin embargo, hoy luchamos con el tema de la desconfianza en las relaciones interpersonales, la rivalidad entre el hacer por encima del ser, y donde las acciones del yo, marcan nuestras interacciones con los demás.
La falta de esperanza que se tiene de alguien o algo, se suma a la sospecha de que en las relaciones pueda existir como ingrediente base del amor o en la amistad genuina, algún tipo de interés, ya sea de obtener algún beneficio económico, social o de estatus, sin importar los daños físicos o emocionales que se les ocasione a las personas.
En momentos nos preguntamos: ¿por qué tenemos en el campo de la ética de la vida una tensión entre lo personal con lo colectivo? existen muchas posibles respuestas a esa pregunta. En primer orden, existen momentos que como humano tenemos la tendencia de hacer lo que nos conviene. Somos proclives a fallar en las pruebas de ética personal. Hacemos algo, aunque sepamos que está mal o forma inmoral de alcanzar los objetivos porque pensamos que no seremos atrapados.
Lo segundo, es que siempre queremos ganar a través de logros y éxitos, y no perder. Ganar haciendo lo que sea necesario, aun si es deshonesto, o por el contrario, tener ética y perder; en definitiva, pocas personas eligen ser deshonestas, pero nadie quiere perder.
Lo tercero, pero no menos importante, es el hecho de que en ocasiones las personas optan por hacer frente a situaciones sin salida, decidiendo lo que es correcto en el momento en función de sus circunstancias; es decir según lo que me puede funcionar en cualquier coyuntura. Si es bueno para mí, entonces es bueno. Ahí empieza el fracaso.
En definitiva, el dilema de la ética de la vida debe motivarnos a tratar a los demás como nos gustaría que nos traten a nosotros. Es un tipo de dinámica positiva y saludable, así como una herramienta poderosa para promover la amabilidad, la compasión y el perdón.
Al tratar a otros con respeto y empatía, creamos un ambiente positivo de apoyo, donde todos pueden crecer en lo personal y en equipo; siendo facultados para transformar las relaciones, promover el bienestar, aprender a perdonar, y avanzar con respeto y ser mejor en lo que somos y hacemos.