Una de las frases más bellas de la historia de la lengua española ocurre en 1492, cuando Alonso de Nebrija les presenta la Gramática de la Lengua Española a los Reyes Católicos. Él les dijo “La lengua es imperio”. Y es cierto. Parte de la psiquis del individuo se revela por ese acto de articular sonidos y silencios en cadencias especiales. En ese articular palabras que expresan nuestra relación con nuestro universo conocido.
En 1844, un país recién forjado, nacido de la gesta febrerista, buscó crear un instrumento humano, severo y jurídico que regulara las relaciones entre sus habitantes y organizara su forma de autogobierno. En ese momento, se echan aparte brevemente las pasiones y los sectarismos, y se convoca a una asamblea constituyente. Era ese un grupo variopinto: sacerdotes, comerciantes, sacerdotes, ricos hacendados, y todos confluyeron en la Villa de San Cristóbal. Lentamente, usando como modelo constituciones preexistentes (La española de 1812 (la Pepa), la americana de 1781, las francesas de la revolución y del directorio y la haitiana de 1843) y su realidad social, pusieron sus anhelos, deseos, esperanzas, en lengua española.
Y ese idioma, ese imperio, se movilizó al campo de batalla junto con los deseos de libertad y la fe. Ello hizo posible que a pesar de todo lo sucedido, en 1856 Haití se diera cuenta que la independencia nacional era un proceso irreversible y debía reconocernos ante el mundo.
La Constitución es el parámetro de todo. Es donde debemos abrevar para iniciar investigaciones jurídicas, sean de la naturaleza que sea. Es donde se encuentran plasmados nuestros principales derechos, los cuales deben ser protegidos por el Estado, quien debe, también, garantizar la prosperidad material y espiritual de sus habitantes garantizando una provisión de bienes y servicios en cantidad y calidad para todos.
La majestad de los símbolos patrios y su carácter de inmodificable se debe a su sanción constitucional, que se impone a cualquier capricho presente o futuro que desee atentar contra los mismos.
Por ello, cada vez que vemos una Constitución, no estamos viendo una simple ley, o un amasijo de papeles manchados con tinta en forma de caracteres impresos. No. Estamos viendo un testamento mágico. Es un testigo fiel de las luchas del ayer, de las conquistas del hoy y un indicativo, una señal que marca el camino, cual faro a las embarcaciones, de la ruta a tomar hacia un futuro venturoso, donde tengamos una sociedad cada vez más justa, inclusiva y equitativa, donde nos sintamos orgullosos de ser hijos de esta tierra y luchemos por ella.