Una de las mayores tragedias que pueden ocurrir en la vida de alguien es que su corazón se llene de amargura. Cuando nos encerramos en la contemplación exclusiva de nuestros problemas y frustraciones, sin desearlo, inevitablemente levantamos una muralla infranqueable que hace más daño, precisamente, a nosotros mismos.
Lo peor es que nadie está a salvo de posibilidad de amargarse. A diferencia de lo que muchas personas creen, la amargura no depende de las situaciones externas que nos asaltan sino de la actitud con que enfrentemos los eventos disímiles que nos envuelven.
En el Salmo 73 el escritor se dedica a mirar los acontecimientos a su derredor y su análisis comienza a serle inquietante. Del mismo modo que nos sucede también a nosotros, él ve que quienes menos lo merecen logran a menudo con creces los antojos de su corazón. La soberbia y la arrogancia parecen dar buenos frutos en este mundo, al menos aparentemente.
A menudo somos tentados a pensar que no vale la pena el esfuerzo sincero, limpio y desinteresado de invertir nuestra vida en el bien de los demás. Con demasiada frecuencia en mi vida ministerial he escuchado decir a personas muy heridas: Creo que no ha valido la pena mi entrega de amor y sacrificio. De manera gráfica, el escritor dice: Se llenó de amargura mi alma y mi corazón sentía punzadas, tan torpe era yo, que no entendía. ¿Has sentido alguna vez lo mismo? ¿Has visto a quienes se dedican a hacer el mal, triunfar y vivir mejor, mientras tú sigues en la misma condición o aún peor?
La realidad es que en situaciones así debemos cambiar el enfoque de nuestra mirada. No es la contemplación del aparente triunfo de la maldad lo que debe ocupar nuestras mentes. La solución está en buscar y profundizar nuestra relación con Dios. El salmista dice: Hasta que entrando en el santuario de Dios comprendí… (v. 17) Cuando las inconsistencias y tragedias de la vida comiencen a causarte amargura, no hay duda: el primer paso debe ser acercarte a Dios y contemplar la grandeza de sus obras.
¿Por qué entretenernos en la contemplación de todo lo que tienen otros, o de lo que no tenemos nosotros, o de la forma aparente en que les va bien a otros que no confían en Dios de la manera en que nosotros lo hacemos? ¿Qué ganamos con hacer una lista de nuestras frustraciones y desencantos? ¿O de la maldad que otros desarrollan a nuestro alrededor? Todo ello produce amargura.
El salmista nos ofrece el remedio para alejarnos de las garras de la amargura: Pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien; he puesto en Jehová el Señor mi esperanza, para contar todas tus obras (v. 28).
Siempre que descubras que la amargura está abriendo camino en tu corazón debido a las injusticias o contradicciones a tu alrededor, dedícate a enumerar las obras de Dios. Cuenta sus bendiciones, recuerda sus innumerables muestras de amor, contempla su gracia inefable, su perdón abundante, su misericordia infinita.
Contar las obras de Dios es el mejor antídoto para la amargura.
¡Dios les bendiga!