Una de las más sorprendentes declaraciones de Jesús es que sus seguidores están llamados a ser sal de la tierra (Mt 5.13). Si no hubiera sido Jesús quien dijo esta metáfora, me hubiese parecido una locura. ¿No es acaso el evangelio locura para el que no cree? Pablo le decía a los corintios que Dios, sabiamente, dispuso que el mundo lo conociera mediante la locura de la predicación, es decir a los que creen. (1 Co 1.21). No lo entendí bien en mis primeros años con Cristo (no es lo mismo estar con Cristo que estar en Cristo).
Un cuento antiguo refiere que había un rey que tenía tres hijas. En una ocasión el rey le preguntó a cada una de qué manera ellas le amaban. Las dos primeras se esforzaron en afirmar que amaban a su padre más que cualquier cosa en el mundo, las más inverosímiles y hermosas. Cuando tocó el turno a la más pequeña, esta le dijo: -Majestad, Padre, te quiero más que a la sal-. El rey se turbó sobremanera con esta declaración insólita y no sólo reprendió a su hija, sino que hizo retirar toda la sal del palacio y de la comarca. No pasó mucho tiempo hasta que se hizo insostenible comer. Ni los dulces ni las comidas desabridas lograban despertar el deleite de una buena mesa. El rey comprendió finalmente las palabras de su hija. Vino el perdón y la sal volvió a ser ingrediente principal en la mesa del rey. La sal es importante para dar sabor.
Todas las cosas hechas por el SEÑOR tienen su propio fin, Hasta el impío, para el día del mal.
Proverbios 16:4
En el Antiguo Testamento la sal era un símbolo de incorrupción e incluso de fidelidad al Señor (Números 18.19). Yo creo que Jesús estaba diciendo eso. Un cristiano no es sal para dar sabor si no es íntegro y fiel, si no practica un evangelio de sal y lo esparce como semillas de esperanzas. El intento de sazonar al mundo tiene sus riesgos: nos perseguirán, nos apalearán, nos despreciarán. Una mirada al Medio Oriente de hoy sería suficiente para corroborarlo. Sin embargo, el evangelio triunfará porque la biblia lo afirma.
El cristiano toca la puerta; se abre. –Hola-. –Hola, ¿qué desea? –Nada, sólo vengo a traerle un poquito de sal -. – Pues gracias, aquí no la necesitamos- Y la puerta de cierra. Así no más. El mundo tiene a veces una rara opinión del cristianismo porque no somos lo que dice Jesús. No damos sabor, no preservamos, no nos infiltramos en los sabores desabridos del pastel del mundo para intentar mejorar su gusto. Y las puertas se cierran porque ofrecemos a Cristo como una mercancía más, como un producto más para satisfacer los afanes consumistas de una sociedad que respira por lo que consume. La sal tiene que mezclarse con los otros ingredientes, tiene que penetrar hasta hacerse una masa uniforme, tiene que predominar para que resalten los sabores ocultos. Hasta los dulces llevan una pizca de sal para fijarles el dulzor. Hay mucha gente dulce por ahí que necesita una pizca de sal, del evangelio de la sal; el de las relaciones con los pecadores (el pecado a veces parece un dulce), el de ponerse en el lugar del otro, el de la piedad y la solidaridad humana y evangélica.
Si no somos sal de la refinería de Jesús nos pareceremos cada vez más al mundo que pretendemos influir con el evangelio. “…Pero si la sal se vuelve insípida…ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee” (Mt 5.13b). ¿Fue duro Jesús? En ninguna manera. El cristianismo es sabor nuevo, es vida nueva. Si no somos testigos de lo que hemos visto y oído y exhibimos humildemente un testimonio genuinamente cristiano, entonces no somos sal. Debemos impactar a la gente provocando en ellos el deseo de seguir a Cristo e inculcándoles con sincera devoción la práctica de una vida de amor, misericordia y justicia según la palabra de Dios. Si dejamos de mezclarnos con los pecadores (no con el pecado), ellos nunca sabrán que somos la sal de Cristo en la tierra, nunca sabremos si realmente estamos tan llenos del Espíritu como para dar sabor, escoltar las almas que buscan liberación hasta las puertas del evangelio para un encuentro definitivo con el Señor.
Nunca es tarde para proponerte ser sal de la tierra. Tienes que creerlo y hacerlo firme en tu corazón. Comienza a practicarlo en tu hogar, tu primer ministerio; el más sensible y maravilloso. Intenta ser sal para tus hijos y cónyuge. Ese es mi gran desafío como cristiano; que ellos vean a Cristo en mí y por encima de mí. De seguro que ellos todavía ven una pálida imagen de lo que quisiera ser, pero guardo ese anhelo en las promesas de Dios. Y Él lo sabe. En cuanto a ti, amado hermano y hermana ¡comienza ya a dar sabor! El Señor te ayudará en el intento.
Ustedes son la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya no sirve para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres.
Mateo 5:13
¡Dios bendiga su Palabra!