Hace años escribí en mi testimonio personal: Y el Señor se me apareció sin esperarlo. Me sacudió de un soplo el fundamento de un pedestal que yo había edificado en un terreno pantanoso, peligroso, movedizo e infértil…y una de las tantas madrugadas sin ojos en que morí por aquellos días, me tomó en sus brazos y pude decirle una oración desesperada, quebrantada, esperanzada y húmeda…
Aquella oración de una madrugada “sin ojos” porque el insomnio me consumía, fue mi confesión, la primera confesión rotunda de mis pecados con sus nombres y apellidos. Mi espíritu se desparramó en mil gemidos clamando por perdón. Fue un aullido de arrepentimientos.
La respuesta me vino una hora más tarde de haberle dicho al Señor: ¡sí, te necesito Jesús! La luz del Señor me cegó y me derrumbó – como cegó a Saulo de camino a Damasco –. Fue una potente luz de paz y dicha infinita que no alcanzaba a comprender. El sentimiento de restauración, el fin de los suplicios encarnados en el pecado, comenzaba a recomponer una afanosa y contaminada existencia, a convertir mi lamento en gozo.
Hermano y hermana que lees esta reflexión, este es el tema recurrente en los Salmos llamados penitenciales porque son cánticos de confesión de pecados y de promesas de restauración y perdón de parte de Dios. Son los Salmos 6, 14, 31, 32, 38, 41, 51, 102, 130 y 143. Ellos nos recuerdan lo vulnerables que somos y lo fácil que es interrumpir nuestra relación con Dios a causa de la desobediencia. También es el tema recurrente en tu vida y en la mía. El pecado no confesado nos arrebata el gozo, nos lleva una y otra vez a enfrentar la aflicción, a sumergirnos en la tristeza, a sentirnos desgraciados. Tú y yo podemos tener una experiencia gozosa si le entregamos a Él nuestra transgresión, nuestra iniquidad, el pecado que está ahora delante de nuestras vidas y nos quita la alegría del Señor. Dios hizo un pacto irreversible con nosotros al enviar a Cristo a morir en la cruz y cargar con todos los pecados del mundo para que hoy su gracia fuera abundante. Él es perdonador por naturaleza, misericordioso en su esencia y quiere enseñarnos las sendas por donde debemos andar para no pecar. Somos bienaventurados al sentirnos perdonados.
Si la carga del pecado no confesado a Dios -sólo a Él- te atormenta; si el gozo que solías mostrar como testimonio de una vida agradable y plena en Cristo ya no te acompaña, rinde tu corazón una vez más a tu Señor, dile lo que sientes; dile como lo hizo David: Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado (Salmo 32:5).
Si no conoces al Señor, ¡qué hermosa oportunidad para ponerte a cuentas con tu creador!: no necesitas velas, ni flores, ni estandartes extraños, ni inciensos aromáticos, ni piedrecitas de sortilegios. ¡Sólo tu corazón! El Señor lo conoce, quiere que se lo entregues, pues al fin y al cabo de Él es. Cuando confiesas tu pecado y te arrepientes, la luz del Cristo indulgente te inundará de perdón, experimentarás el gozo de la salvación y ya no serás más esclavo y cautivo de la maldad; tu vida encontrará perspectiva y verdadero rumbo y el Señor de la clemencia te dejará ver su gloria. La dicha de una vida perdonada es el más puro bálsamo que trae gozo y paz al corazón. ¡Dios te bendiga!