El término “bienaventurado” es sinónimo de afortunado y/o feliz. El diccionario también lo define como: “Que goza de Dios en el cielo”, acepción probablemente inferida por los académicos a partir de las bienaventuranzas predicadas por el Señor Jesucristo y que encontramos en los libros de Mateo y Lucas (Mateo 5:3-11 y Lucas 6:20-23), aunque la simbología contenida en las bienaventuranzas está diseminada por toda la Biblia, principalmente en los libros de Isaías, Salmos, Proverbios, Jeremías y Apocalípsis. Todos esos libros dictan pautas específicas acerca de lo que implica la relación del hombre con Dios y de cuales son los hechos y acciones que identifican a los creyentes que caminan acompañados de la sombra del Altísimo, independientemente de que esto no se vea reflejado en las condiciones materiales que el hombre común considera como esenciales para una buena vida terrenal. Más bien, cuando el Señor Jesús proclamó el sermón del monte, mismo que aparece en el libro de Mateo, anunció a los presentes cuales eran las cualidades y/o características que mostraban las personas que, luego de abandonar el plano material, estarían en el cielo, al lado del Creador, en contraposición con lo que se creía en aquellos tiempos y que formaba parte intrínseca de la doctrina de los fariseos, quienes se comportaban con aires de superioridad y altivez, considerándose a ellos mismos como individuos exentos de culpa y por consiguiente como los únicos que poseían el conocimiento necesario para llegar a Dios.
El sermón del monte comienza con la frase: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Jesucristo nos dice que aquellas personas que viven y sienten como si no tienen la suficiente fuerza y conocimiento para ser autosuficientes sino que dependen exclusivamente de Dios para alcanzar sus metas y propósitos, tendrán su recompensa en el reino de Dios, de lo cual se desprende que aquellos que sienten lo contrario, es decir, que creen tenerlo todo en sus manos, simplemente porque ostentan poder y riquezas que los conducen engañosamente a creer, como lo hacían los fariseos, que tienen asegurada la salvación, se alejan a cada instante de Dios. Todos alguna vez nos hemos visto reflejados en ese espejo en el cual creemos vernos seguros y confiados en nosotros mismos, olvidando que todo cuanto somos y tenemos lo debemos a Dios. Muchas veces en la vida hemos sentido que nuestro talento, inteligencia, posesiones, etc. Son el producto de nuestro propio esfuerzo, y llegamos a sentirnos inflados por el orgullo que produce tales pensamientos. En esos momentos es cuando más nos conviene meditar en las palabras de Jesucristo y rogar al Creador que nos permita siempre permanecer en tal pobreza espiritual, que dependamos, en todo el sentido de la palabra, de su compasión y su amor, y que sea su misericordia la que nos ayude a elegir la senda por la que habremos de caminar cada día sin apartarnos jamás de su lado. De esa manera viviremos una vida plena aquí en la tierra y seremos poseedores del reino de los cielos por toda la eternidad.