“Jesús recorría todas las ciudades y las aldeas, enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y cuando vio las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban acosadas y desamparadas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: «A la verdad, la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies»”. (Mateo 9:35-38).
En un mundo ante el cual vemos como el desconcierto y la desesperanza continúa creciendo sin que vislumbremos una solución humana que intente siquiera reparar los daños más elementales que perjudican a gran parte de la humanidad, tenemos que sentirnos honrados de ser llamados a servir en la obra del Señor. Así debemos manifestarlo en todos lados y hacerle saber al mundo que nuestro rey está aquí, que el reino de Dios está presente y que sólo en él hay salvación.
El Señor Jesús nos advirtió acerca de la mies, que es mucha, y que debíamos pedir al Padre para que envíe más obreros a cumplir con esta hermosa tarea que significa llevar la salvación a las almas perdidas. No puedo dejar de sentirme agradecida y privilegiada de ser parte activa del ejército de Cristo, de esmerarme, gracias a su amor y a la fortaleza que me da, para poder cumplir sus designios.
El que siembra es el Señor, él pone la semilla en los corazones de todas esas personas llamadas a encontrar la salvación, pero, nosotros, los segadores de Cristo, los que tenemos la dicha de recoger la cosecha para ponerla a secar, tenemos que hacer nuestro trabajo y hacerlo con amor. El Tabernáculo, un medio impreso que el Señor ha mantenido firme durante seis años y en contra de los vaticinios humanos que daban poco tiempo de existencia al mismo antes de que desapareciera, cumple una labor humilde ante el Señor.
Una labor que crece cada día y nos llena de regocijo cuando encontramos esa moneda perdida, esa alma que con su testimonio nos da la certeza de que el Señor nos ha escuchado, sigue a nuestro lado y trabaja con nosotros de manera constante y eficaz. Es tal el regocijo que nos invade, que llegamos a vernos reflejados en el espejo de Rut, aquella moabita que decidió seguir al lado de su suegra Noemí, aunque esta le había dicho que se quedara en su tierra y le dejara partir sola de vuelta a Israel.
Rut, que lejos de sentir temor ante lo que le deparaba el futuro, en una tierra donde los de su nacionalidad no eran bien vistos sino más bien rechazados, no dudó un segundo para decidir lo que tenía que hacer y aceptó al Señor como su único Dios, en contra de las creencias de su pueblo y a favor de su propia salvación.
Una vez en la tierra de Israel, comenzó a trabajar junto a los jornaleros de Boaz, pariente redentor de su fallecido esposo, ante quien encontró gracia, llegando a tener ciertos privilegios dentro de su jornada laboral para que el trabajo le resultara más ligero. ¿Acaso no dijo el Señor Jesucristo que su yugo es ligero? Pues más que un yugo ligero, nuestro trabajo en el Tabernáculo ha sido placentero y como os dije antes, lleno de regocijo.
Rut recogía en los campos de Boaz, tal y como nos ha tocado recoger los testimonios de tantas personas que el Señor nos pone en el camino, frutos que hemos recogido, siembra que no hemos sembrado pero hemos segado, porque le ha placido al Señor que así fuera ¡Alabado sea el Señor! Hemos estado allí cuando el Todopoderoso nos ha mostrado el camino.
A veces creyendo que queríamos simplemente reparar nuestro calzado, como cuando fuimos testigos de la maravillosa transformación que Alfredo, zapatero de profesión, vivió en momentos en que se sentía afligido y apesadumbrado. Dios quitó sus penas y le dio un nuevo corazón, limpio como el cristal, para que hallara su salvación y la alegría reinara en su alma, y en la nuestra, al cumplir con nuestra misión de recoger esos hermosos frutos ya maduros. En esa ocasión pudimos ver como varios de los empleados de aquella zapatería, movidos por el cambio drástico que Alfredo mostró ante sus ojos, también aceptaron a Cristo en sus corazones y fueron salvos por la misericordia de Dios.
Aunque en los tiempos de Rut los moabitas no eran vistos con buenos ojos en medio del pueblo de Israel, su condición de viuda también merecía respeto entre ellos. No era sólo que Rut había acompañado a Noemí, también viuda y que había quedado sola ante la muerte de su esposo e hijos, estaba también el detalle significativo de las ordenanzas que el Señor les había dado al pueblo desde los tiempos de Moisés.
Vemos por ejemplo que El libro de Éxodo capítulo 22, versículos del 22 al 24, dice: «No afligirás a ninguna viuda ni huérfano. Porque si llegas a afligirle y clama a mí, ciertamente oiré su clamor, y mi furor se encenderá, y os mataré a espada; y vuestras mujeres quedarán viudas, y vuestros hijos huérfanos”. Entonces ahí estaba de manifiesto un mandato divino que advertía al pueblo acerca de no irrespetar el estatus de las viudas, no sólo de las viudas de Israel sino de “ninguna viuda”.
Confieso que antes de hallar la salvación que Cristo me ha dado por su gracia, me sentí extranjera ante lo maravilloso que el reino de Dios se mostraba ante mis ojos. Aún después de haber llegado a sus pies me sentía como si no mereciera tanto amor de su parte, tan alto privilegio como el de ser coheredera con Cristo de las maravillas del reino y me dejé arrullar del trato mimado que Dios me ha dado, el cual me ha confirmado que, aunque no podemos hacer nada que nos haga merecedores de tanto amor como el que nos da en su gracia y misericordia, sí somos sus hijos mimados y aceptamos agradecidos tan fabuloso e incomparable regalo.
De esa manera aceptó Rut la protección que Boaz le ofreció, con humildad y agradecimiento. Luego, llevándose del consejo de Noemí, se echó a los pies de Boaz mientras este dormía, de donde nació la posibilidad de que este la desposara y cumpliera con su rol de pariente redentor. De la unión de Rut y Boaz quiso el Señor Jehová que naciera Obed, padre de Isaí, padre del rey David, antepasado de José, inscrito en el árbol genealógico de Jesús el Mesías. Así, nosotros, echados ante los pies de Cristo, hemos sido desposados para convertirnos en su iglesia santa y seguir recogiendo la cosecha que nos brinda tanto regocijo.
El Tabernáculo es el fruto de esa unión santa del Señor con nuestras vidas, es el vástago nacido de esa unión bendita que quiso Dios formar con nuestras almas. Porque así como advirtió el Señor en visiones al apóstol Pedro que no llamara inmundo lo que él ya había purificado, no somos tampoco llamados a juzgar entre nuestros hermanos quién merece o no ser salvo, quién es digno de escuchar la prédica del Señor para que encuentre el camino que lo librará de la perdición, sino más bien, protegidos por su amor y llenos de su bondad, damos fiel cumplimiento a sus mandatos mediante la entrega del mensaje que trae las buenas nuevas a las vidas humanas, llevándole estas buenas nuevas a toda criatura .
Hemos visto como el testimonio de algunos nos ha confirmado que, aún en la distancia, nuestras oraciones han sido escuchadas y las camas han quedado vacías cuando los espíritus de enfermedad se han visto obligados a abandonar esos cuerpos que El Señor ha tocado. ¡Cuán grande eres Señor!
Seis años más tarde seguimos segando los frutos del campo que el Señor sembró para que tuviéramos la oportunidad de ser útiles a su obra y llenarnos de regocijo ante tan evidente verdad. En la celebración de nuestro sexto aniversario no habremos de sentir mayor regocijo que el de sabernos inscritos en el Libro de la Vida.
Seguiremos trabajando en la obra del Señor hasta que él así lo quiera, cumpliendo sus designios, poniendo los ojos sólo en él y rogándole fervorosamente que envíe más obreros a su mies. Seguiremos creyendo en una sola verdad, una verdad que se llama Jesucristo, nuestra verdad, la única verdad, el camino de salvación y la vida eterna.