Hablando de los verdaderos tesoros que hacen nuestra vida significativa, quiero insistir en esta meditación en algo que anteriormente he mencionado. La sociedad contemporánea hace un hincapié desmedido en el valor de la realización personal e individual sobre el bienestar colectivo. De ese modo los intereses personales se magnifican y propician que el hombre y la mujer postmodernos sean soberanamente egoístas, a veces sin darse cuenta.
Una mujer, que tenía serios problemas matrimoniales vino a buscar mi consejo en una ocasión. Mientras conversábamos, su hijo de tres años jugaba cerca de nosotros. A ella no le gustaron mis sugerencias para intentar salvar su matrimonio y me dijo con lágrimas en los ojos:
— ¿Usted no se da cuenta que tengo derecho a rehacer mi vida?
Cuando ella dijo rehacer mi vida tan enfáticamente yo miré al niño. Él jugaba despreocupado ignorando la tragedia que se le venía encima. ¿Y su vida?—le pregunté. A lo que ella contestó:
—Su vida es su vida y ya se las arreglará. ¡Él casi no ha comenzado a vivir! Mi vida es la que se está destruyendo.
En el libro de Filipenses, Pablo advierte: no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros (Filipenses 2:4). Lamentablemente, esas palabras suenan como fuera de moda en estos tiempos.
El hombre y la mujer contemporáneos parecen estar más a tono con la descripción que la propia Biblia hace del carácter de las personas en los últimos tiempos, tal como aparece en la segunda carta de Pablo a Timoteo: “…en los postreros días vendrán tiempos peligrosos porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural… (2 Timoteo 3:1-3)”.
Lo más horripilante de esa enseñanza paulina es su asombrosa correspondencia con el estado actual de la humanidad y el hecho de advertir que, al manifestar los seres humanos esas actitudes, la vida de todos estará expuesta a multitud de situaciones frustrantes y estará llena de inseguridades. Ciertamente se ha vuelto peligroso vivir en un mundo donde el egoísmo y los intereses personales dominan la conducta de las personas. El plan de Dios, es otro. Por nuestro bien debiéramos seguir el plan del Señor.
Los creyentes no podemos olvidar que nada causa más satisfacción que ayudar al bienestar de quienes nos rodean. Tratemos con nuestra manera de comportarnos de aminorar un poco la peligrosidad del mundo, haciendo que los que están a nuestro alrededor se sientan seguros de ser amados, comprendidos y valorados.
¡Dios les bendiga!