Dios no tiene límites cuando se trata de su bondad. Él se desborda en bendiciones aún sin nosotros merecerlo, rebosa nuestras copas sin escatimar. Ni siquiera imaginamos en las desesperaciones de la vida con cuánta bondad nos puede sorprender Dios en los momentos que clamamos su presencia y su mano gigante sobre nuestra vida. Reconforta al corazón cristiano el hecho de saberse bendecido y amado de Dios. El gran David en cierta ocasión dijo que el ser humano no tiene un corazón lo suficientemente grande como para recibir las innumerables bendiciones que Dios es capaz de proveer.
Con los años y el ajetreo del ejercicio cristiano de cada día, olvidamos el precio que tuvo que pagar nuestro Señor por nuestra salvación. La provisión diaria, las heridas sanadas, el matrimonio restaurado, el hijo pródigo que regresó arrepentido, el consuelo y la paz inexplicable ante la pérdida irreparable de un ser amado; con todo; aun así, debemos regocijarnos en el Dios que nos predestinó desde antes de la fundación del mundo. La carta de Pablo a los filipenses es ciertamente un himno al gozo desde la perspectiva de alguien que sufría la vergüenza de la cárcel, la oración del profeta Habacuc es un cántico a la fe y a la esperanza en Dios sin importar lo que venga, lo que nos depare la vida y las circunstancias.
Muchas veces nos preguntamos por qué el hombre natural que es enemigo de Dios, prospera, tiene buena vivienda, se da una vida de lujos y excesos viviendo desenfrenadamente sin importarle nada más que sus propias cisternas. O los impíos que derrochan maldad en el mundo, hacedores de guerras que no matarán la pobreza, sino a los pobres. Dios es omnisciente. Él lo sabe todo, Él no se imagina nada y sobre todo es justo y conoce el corazón de cada cual. Mas el justo vivirá por la fe (Rom 1:17).
La oración del profeta Habacuc es un canto de esperanza para el justo que anda por la fe, para el que vive esperando confiado en la justicia divina y en los reclamos de redención más allá del sufrimiento y de las trampas que nos pone la vida. Dios no tiene límites cuando se trata de su bondad.
El mundo en que vivimos y al cual predicamos parece que se va a pique. A veces parece hambriento de Dios, otras apunta a ignorarlo. El pueblo de Dios, sin embargo, parece cada vez más dispuesto a escribir nuevos capítulos en el libro de la fe. Pero esta nos falta cuando vemos que todavía la higuera no acaba de retoñar, que faltan ovejas en el redil, que el aceite escasea y los campos no dan frutos ni alimentos. Y entonces clamamos al Dios de las promesas y las misericordias.
Nadie ha dicho que vivir por fe es fácil, que esperar en el Señor es cómodo, que alimentarnos de la paciencia y de la sola esperanza le brinda al alma tranquilidad y paz. Pero Dios sí ha dicho que aun cuando a menudo los ánimos se descomponen y arrastramos los pies por nuestra falta de fe, Él permanece a nuestro lado sufriendo la prueba con nosotros, recordándonos que Él ha vencido al mundo, que nada ni nadie nos separará de su amor y que Él es la única razón que insufla vida a nuestra vida.
Una vez perdí toda esperanza. Mi naturaleza caída por el pecado me arrastraba a un fin premeditado, pero en la búsqueda del consuelo, un ángel enviado del cielo me habló del Señor y me invitó a derribar los Baales de mi vida y a aceptar el regalo de la salvación por la fe en Jesucristo. Han pasado años desde entonces y he visto muchas higueras que no han retoñado, vacas que se perdieron de los establos y vides que se secaron sin frutos, pero el Señor me ha fortalecido y he podido multiplicar las esperanzas y regocijarme en Él. ¿De dónde vendrá nuestro socorro? ¡De la gracia de Dios que proviene de la fe en sus promesas incomparables¡
¡Dios te bendiga!