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Vida plena para testimonio

Cada vez que me acuerdo del día de mi conversión, no puedo más que conmoverme de agradecimiento. Yo andaba confundido por el mundo, pero lo ignoraba y era un creyente intelectual de todas las deidades invisibles. El único verdadero dios, era yo mismo. Cuando se llega a una cierta edad creyendo haber tenido algún éxito en la vida sin la aparente intervención de Dios, entonces ¿para qué creer en algo que no había necesitado para vivir hasta ahora? ¿Para qué complicar mi existencia llenándome de compromisos religiosos que ocuparían mi tiempo libre y mis domingos de descanso y de celebraciones impías?

Jamás tuve una conciencia real de mi necesidad del Dios viviente, pero fui un cancerbero presumido de otros dioses que no hablan, ni oyen, ni ven, ni obran; por tanto yo era igual que ellos (Salmo 115). De tanto afán en la vida y en el trabajo hubo épocas en que mi nivel de vida llegó a ser 100 veces superior al del cubano promedio. ¿Para qué necesitaba a Cristo en mi vida?

Pero el Señor me tenía en sus planes. ¡Es increíble pensar que Dios tiene planes para el pecador! ¿Yo pecador? ¿Por qué, si yo soy un hombre bueno, si no hago daño a nadie y hasta abrigo en mi corazón sentimientos nobles para la gente? Así pensaba yo, justificando mis desórdenes mundanos. Sin embargo Él no se cansaba de enviarme señales, de tocar a mi puerta alzando su voz. Mientras yo continuaba poniendo búcaros de flores a mis deidades “protectoras”, Él, piadoso y amante, me enviaba mensajeros generosos con versos de amor y no cesaba de intentar llamar mi atención. Aquellos apóstoles de carne y hueso, hombres y mujeres cristianos que me predicaban constantemente, me traían el mensaje de salvación y yo lo ignoraba, callaba, lo rechazaba, me resistía…hasta que vino mi peor crisis. Dios usa todas las maneras para que sus planes se cumplan. ¿Yo, miserable, desobediente, mundano, orgulloso, en los planes del Dios de Abraham, Josué, Pablo y de Jesús, el propio Dios encarnado?

Un gran poeta hindú, Rabindranath Tagore, dijo en una ocasión: “Si cierras la puerta a tus errores, dejarás afuera la verdad”. Eso es una gran verdad. Como yo no quería ver mis errores –ni siquiera era consciente de que era un tipo que cargaba un gran zurrón lleno de miserias humanas- la verdad me parecía muy relativa.

En medio de una crisis total; la pérdida del trabajo y una grave disfunción en la familia, vino el derrumbe. Estaba en juego mi estabilidad emocional, mi matrimonio y todo lo que verdaderamente tiene valor para el ser humano. Uno de aquellos mensajeros del Señor se me acercó una vez más y me dijo: -“¡En Cristo encontrarás consuelo, búscalo!”- Y en aquellos días de enclaustramiento, sufrimiento y dolor, “el mensajero” me hizo llegar una biblia y la Palabra de Dios comenzó a labrar el alma de manera tan real que Dios, en su misericordia, me fue revelando la cara verdadera de mis pecados, mis rebeldías, mi orgullo, mi falsa autoestima.

Aquellas madrugadas que yo llamo madrugadas “sin ojos” -porque no podía dormir del sufrimiento-se convirtieron en vigilias de lectura y de algo parecido a la oración. Hasta que una noche, en mi habitación vacía de afectos, al llegar a Mateo 9.13 “…porque no he venido a llamar a justos sino a pecadores”, sentí que el Señor me arropaba con su manto de misericordia y bajé toda mi autosuficiencia hasta las rodillas para entregarme arrepentido y vencido definitivamente a sus pies. Hubo como una luz en mi interior, fue como un bálsamo con aroma del cielo.

De entonces acá ha llovido bastante. El final de la historia fue la restauración completa de todo lo que supuestamente había perdido –del trabajo, la familia, la vida-. ¿Conocen a Job? Dios hizo algo parecido en mí. Para Él no hay nada imposible. Cristo cambió las perspectivas de mi vida porque el arrepentimiento trae liberación. Me sabía perdonado y comencé a saborear las mieles de la gracia en el gozo pleno y también en los muchos tropiezos. El viejo hombre pugna sin cesar por volver a salir porque el pecado tiene buenos amigos que son seductores, traicioneros, buscadores de la destrucción del cristiano: el amor al dinero, los placeres del mundo, la desobediencia. Es una guerra que sólo el Espíritu Santo puede enfrentar. Por eso Cristo venció en la Cruz toda la maldad del mundo al cargar con la culpa que yo y todo pecador merecíamos.

Dios tiene su aljaba celestial llena de sicómoros (higueras) para que podamos subirnos a ver a Jesús cuando pase y aceptemos su invitación a cenar con Él (Lucas 19, historia de Zaqueo). Yo derrumbé unos cuantos de esas higueras antes de decidir subir a ellos para mirarle y escuchar su orden a bajar – hasta las rodillas – y seguirlo a Él. Jesús entró a mi templo de dioses extraños y me llenó de su gracia con su suficiencia. Mi sicómoro fue la crisis, una vida incompleta; con casa, pero sin hogar; con mujer, pero sin matrimonio; con hijos, pero sin flechas que lanzar al aire (Salmo 127. 3-5) para que Dios fuera glorificado en mi vida. ¿Cuál es el árbol sicómoro que Jesús está usando para que le veas? ¿Lo has visto pasar? ¿Te crees tan suficiente como para arreglártelas en la vida sin la sinfonía de Jesús en tu corazón?

Este mundo te hace promesas, te propone sueños y bienestar con éxito garantizado. Yo caí en esa trampa y me busqué deidades para que me ayudaran a hacerlos realidad: un dios (con minúscula) para que abriera mis caminos (“yo soy el Camino”, dijo Jesús – Juan 14.6-), otro dios para que me guardara de los peligros y temores (“no te dejaré, ni te desampararé”, dice el Señor -He 13.5b-), y otros más para usarlos a mi conveniencia. Así va el mundo, de dios en dios, de mal en peor, de su suficiencia a su propia exaltación, negando al único y verdadero Señor de todas las cosas, la plenitud en quien el Padre se plació para que en Él cohabitara el todo para tu salvación y para la mía. Él es suficiente.

Si tú corazón anda buscando reposo, humíllate y clámale: Él escucha al corazón que se humilla. Si no tienes paz; Él es el príncipe de paz que anhela que descanses en su gracia. Si crees que ya no puedes más, Él puede darte de beber agua de vida que saciará tu sed, refrescará tu humanidad y te hará crecer alas como las águilas para vivir una vida plena y abundante (Juan 4.14). ¡Ven a Cristo y no te arrepentirás!

Desde entonces mi familia y yo hemos sido bendecidos espiritualmente más de lo que merecemos y hemos visto la mano de Dios cada día desde que Cristo entró a nuestro hogar.

Amados, en Jesús hay libertad y amor. No te escudes en aquello de que aún no estás preparado para aceptar su amor y venir a sus pies. Sólo un poco de fe basta. Él te ama, tal como eres y desea sólo que vengas a Él. Dale una oportunidad. Él sólo quiere tu corazón en la condición que se encuentra hoy. No esperes las crisis para inclinar tu rostro, probar la fortaleza de tus rodillas y humillarte. Él espera, Él anhela tu abrazo y tu rendición. Él puede ser tu pastor, tu sustentador, tu gran Señor.

¡Dios te bendiga!

Fuente:
Faustino de Jesús Zamora Vargas

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