Pertenezco a una generación en Cuba que creció entre la aparente naturalidad de la humillación dirigida y la osadía de la cancionística insular trovadoresca de los 60, la ‘canción protesta, como solían llamarla los entendidos. ‘… me distraigo, la ciudad se derrumba y yo cantando…’ entonaba un conocido cantor de la época con cierta indiferencia, identidad presuntuosa de los últimos “hippies” a lo cubano de aquellos años en que campeábamos de arriba abajo, con rostros desalmidonados, calzados al estilo de nuestros mambises – combatientes cubanos del tiempo en que Cuba era colonia española- y aires beatlemaníacos que entonaban “…all you need is love”. Era la época de los 60 del pasado siglo, del romanticismo con sabor a lo prohibido, del espaldarazo a la fe, del éxodo de muchos fieles a los campos florecientes entonces del materialismo para comenzar una vida sin compromisos religiosos. La expresión importada “La religión es el opio de los pueblos” se convirtió en un dogma casi oficial. Una época (con la frase incluida) muy parecida a la de hoy en muchos lugares del mundo.
Al Dios viviente intentamos zambullirlo entre el frenesí de la rumba y un sonajero de maracas. El folclor afrocubano, con su panteón de deidades a cuesta, asumió obedientemente los beneficios de ser nombrado casi oficialmente sello de la verdadera cubanía. ¿Cómo someterse a Dios si nadie se sometía a nadie? El adagio de someterse a Dios sonaba a humillación, degradación y afrenta. La fórmula de someterse a otro olía a resquebrajamiento de la virtud.
El hombre se levantaba cada mañana con el fusil en ristre, en la jungla de una vida sin Cristo, dispuesto a disparar a quemarropa, sin reparos ni advertencias, contra el destino de su propio hermano. Había que sobrevivir. Todos cantábamos un himno de moda entonces que hablaba de la necesidad del hombre de buscar su propia redención (por supuesto, sin Dios). Era una puerta abierta a la locura, al ateísmo descarnado, al empoderamiento del hombre para cultivar su propia gloria. Muchos anunciaban la muerte definitiva de Dios, no hacía falta aquella fe de promesas contenidas en un libro (la Biblia) que ya muy pocos leían. Las iglesias – se refería a los templos y edificios – dejarán de existir. Pero ustedes lo saben tanto como yo: “…la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana… (1 Co 1.25). Y vino el tiempo de Dios. ¿Por qué somos tan impacientes?
Dios existía sólo para aquellos “locos” que se atrevían a visitar las iglesias. Llegaron los años 90 y el redescubrimiento de la fe en mi hermoso país. Y de pronto a los locos se les comenzó a ver como cuerdos y las iglesias se llenaron de cuerdos que muy rápidamente se volvieron locos (por Cristo). Hasta hoy.
Entonces comprendí por qué el evangelio es locura para los que se pierden, poder de Dios para los que buscan su rostro. A Él sea la gloria.
¡Dios te bendiga!