¿Cómo apacentar al pueblo de Dios? El apóstol Pedro nos da la fórmula «…velando por él, no por obligación, sino voluntariamente como quiere Dios; no por la avaricia del dinero, sino con sincero deseo tampoco como teniendo señorío sobre los que les han sido confiados, sino demostrando ser ejemplos del rebaño.» . (1 Pedro 5.2-3).
De manera que el Señor nos demanda una misión bien clara cuando se trata de apacentar a su pueblo: hacerlo con amor; eso es lo que significa voluntariamente (1 Pedro 5.2) y es lo que Dios quiere. El sentimiento de obligación está desprovisto de pasión; alimentar al rebaño por puro compromiso jamás traerá bendición. El pastor que dio su vida por las ovejas, nuestro Señor Jesucristo, alerta con celo paternal a aquellos que tratan a Su rebaño con mezquindad y autoridad sombría y exhorta a ser ejemplo dentro del redil como corresponde a un verdadero apacentador. El Señor quiere que los que apacientan sean también veladores dentro de su pueblo, a sabiendas de que algunas ovejas podrán caer en algún muladar de este mundo y será necesario levantarlas, limpiarlas y amarlas.
El amor de Dios por el cuidado de su rebaño es el ágape que no tiene final (“…el amor nunca deja de ser” (1 Co 13)), sacrificial, crecido como un río de gracia, pero también un amor que hace justicia a aquellas ovejas que se aprovechan de las debilidades de las más quebrantadas: “Buscaré a las ovejas perdidas, recogeré a las extraviadas, vendaré a las que estén heridas y fortaleceré a las débiles, pero exterminaré a las ovejas gordas y robustas. Yo las pastorearé con justicia” (Ezequiel 34.16 NVI)
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Un cuarto significado de apacentar, podría ser instruir para la comunión, ese compañerismo tan necesario en el seno de la iglesia, en la tristeza y en la alegría. Todavía puede haber hermanos a tu alrededor que requieran del acto misericorde de “partir el pan” a su lado para saciar su hambre espiritual (o física). Mantenerse firmes en la comunión, en la oración, sentirse unánimes en los asuntos del Señor y compartir la mesa y las carencias “con alegría y sencillez de corazón” (Hechos 2.42 y 2.46). Apacentar al rebaño es también no olvidar el gozo que fluye de la adoración permanente, de la alabanza continua al único Salvador y Redentor.
Apacentar, por último, es ayudar al rebaño a vestirse de la armadura de Dios (la fe, la Palabra, el evangelio, la iglesia) para defenderse de la perversión de este siglo (esta era) y preservarnos para la venida del Príncipe de los Pastores que es la esperanza de gloria para aquel cristiano que tiene una visión de lo eterno. Se trata de la gloria que un día será revelada, no de la gloria que el hombre busca hoy adornada de coronas de flores que se marchitan, sino de las coronas que no desfloran ni mueren porque son cultivadas por la mano del Señor, el mejor labrador, en su jardín de gracia abundante. Apacentar es también comenzar de una vez por todas a revestirnos de humildad y dejar el orgullo que tanto daño ha hecho al rebaño del pastor de pastores.
El Señor vino en busca de sus ovejas, a aquellas que no son de su redil. Y Jesús respondió: “No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” (Mt 15.24). Nuestro amor por Él debe manifestarse también en la labor de apacentar su rebaño, a la iglesia que da testimonio hoy frente al brutal humanismo y se prepara para el gozo de la gloria del Reino del siglo venidero, de la esperanza perdurable que se inició en la cruz y durará para toda la eternidad. -¿Me aman?- podría algún día preguntarnos Jesús. Y es maravilloso saber ya la respuesta que podemos darle: ¡–Sí Señor, envíame a apacentar tus ovejas!
¡Dios te bendiga!