El rey David gobernó Israel unos 1,000 años antes de Jesucristo. Su historia es narrada vividamente y está tan llena de matices que uno finalmente no puede más que identificarse con el heroico segundo rey de Israel. El carácter espiritual y humano de este hombre nos presenta las características de una persona con sus luces y sombras, con sus altos y bajos, pero a la vez nos muestra también la grandeza de un hombre creado a imagen de Dios y moldeado graciosamente por Él hasta convertirlo en un hombre “conforme a su corazón” (1 Sam. 13:14).
Al principio de su reinado grandes luchas intestinas le habían impedido tomar control absoluto sobre Israel. Abner, un general del difunto rey Saúl, había hecho nombrar como rey a Isboset, el hijo sobreviviente de Saúl. Sin embargo, al poco tiempo, este general se dio cuenta de la necesidad de pactar con David la entrega del reino de manera definitiva. Luego de un encuentro secreto que solucionaba el conflicto, Abner se despide pacíficamente de David. Lamentablemente, Joab, un general de David, cuyo hermano había muerto en manos de Abner, le hace volver con engaños para luego asesinarlo cobardemente. Al enterarse de tan lamentable acto, David denuncia a los asesinos y realiza un acto de duelo público en donde mostró su repudio ante la muerte ignominiosa del general. La Biblia lo realta así:
“Entonces David dijo a Joab y a todo el pueblo que estaba con él: Rasgad vuestros vestidos, y ceñíos de cilicio, y haced duelo delante de Abner. Y el rey David iba detrás del féretro.
Sepultaron, pues, a Abner en Hebrón; y el rey alzó su voz y lloró junto al sepulcro de Abner, y lloró también todo el pueblo. Y entonó el rey una elegía por Abner… Y todo el pueblo volvió a llorar por él. Entonces todo el pueblo se llegó a David para persuadirlo a que comiera pan mientras aún era de día; pero David juró, diciendo: Así me haga Dios y aun más, si pruebo pan o cosa alguna antes de ponerse el sol” (2 Sam. 3:31 – 35).
Esta demostración pública de David caló hondo en el pueblo que recién empezaba a reconocerlo como su autoridad. Lo más importante es que este acto de contrición pública dejó en claro, “… que no había sido el deseo del rey que se diera muerte a Abner…” (2 Sam. 3:37b). Este acto de valentía pública y compromiso ético personal es justamente lo que los cristianos necesitamos hoy en día para enfrentar los dilemas contemporáneos.
La ética es más que un simple código de conducta privado o institucional. Una mal informada definición de ética también mezcla muy livianamente ética con legalidad. Algunos suponen que ley y moralidad son una misma cosa. Sin embargo, es necesario afirmar que la ética es superior a todo marco legal. En muchas oportunidades la legalidad sólo representa un status quo o una praxis inmoral que demanda una intervención ética inmediata que luche por un cambio fundamental. Como muy bien lo señala Gonzalo Rojas:
¿Qué sentido tendría tratar de mejorar la legislación si ella fuese ya la ética misma? ¿A qué criterios podrían referirse los legisladores – proyectos de ley del Ejecutivo incluidos – si no hubiese más moralidad pública que la ley ya vigente?… ¿Quedaría suprimida toda posible objeción de conciencia? ¿Cómo seguir invocando a la igualdad y a la justicia… señoritas clandestinas, nada legales?
Un periodista se preguntaba al final de un artículo en que daba una larga lista de “deslices” éticos de personajes públicos que, desvergonzadamente, justificaban sus acciones amparándose en el hecho de que sus actos no podían ser tipificados como delitos: “¿Cómo recuperar el sentido ético y moral para ver estos hechos como lo que son? ¿Cómo darnos cuenta de que no todo lo que no es ‘delito’ es aceptable? ¿Cómo luchar contra la amnesia financiera, la miopía ética, el daltonismo moral y la esquizofrenia de muchos políticos, funcionarios estatales y empresarios?”
Cada uno de nosotros tiene sus propios ejemplos al respecto, por lo que no es necesario abundar con más información. Pero lo que debemos hacer es iluminar nuestras mentes y poner fuego en el corazón, a fin de poder aceptar el reto de no capitular ante un simple silencio o una mera moralina pública quejumbrosa y anquilosada, sino afilar nuestra conciencia y nuestro actuar para poder involucrarnos en aquello que la Palabra de Dios establece como respuesta salina y luminosa para nuestra sociedad y nuestra generación. La gran virtud de la ética cristiana sustentada en las Escrituras es que no sólo nos permite ver las anomalías de la sociedad (como si fuéramos meros críticos neutrales), sino que, por el contrario, nos lleva a una decidida búsqueda de transformación en donde “lo ético es simplemente la vida buena,” como bellamente lo clarifica el filósofo Robert Spaemann.
En las primeras palabras del Génesis encontramos la imagen de un Dios quien es enemigo del caos y la oscuridad y que propicia el orden, la justicia, la compasión, el amor, la armonía, el significado y la belleza. Pero la idea de Dios y la interpretación de la realidad es fácilmente maleable, por lo que debemos ser mucho más estrictos y específicos en nuestra definición. Los cristianos creemos en el Dios que ha manifestado su voluntad perfecta en Las Escrituras, el Dios del pueblo de Israel, el Dios manifestado en Jesucristo y su acto salvador, el Señor que se ha manifestado en su Iglesia en los últimos dos mil años y que volverá como Rey por segunda vez. El concepto de Dios no es algo meramente privado o exclusivamente personal. Él es el Dios de la naturaleza en toda su vastedad, el Dios de los eventos históricos en toda su complejidad, el Dios Redentor que hará cumplir su plan y su soberana voluntad.
Por eso podemos afirmar que el Dios de la Biblia no permanece silencioso ante la realidad. Por el contrario, sus palabras son el fundamento ético para entender lo que es bueno. Esta actitud de dependencia obliga al pueblo de Dios ser no sólo reactivos ú observadores de los fenómenos sociales que nos afectan, sino básicamente proactivos y responsables ante el Dios que es tanto Creador como Redentor y que nos ordena a compartir las Buenas Nuevas a toda criatura. Por eso debemos aclarar que el ser humano no puede ser su propio auto-referente ético. Los seres humanos son creación de Dios y están, por lo tanto, sujetos a los límites de su propio estado como criaturas. La ética cristiana parte por una valoración intrínseca de todo ser humano, pero también de una valoración intrínseca de la comunidad humana en general. Aprendemos a vivir en comunidad cuando lo que puede “pasarnos” llega a ser tan importante como lo que puede llegar a “pasarme”. Esta extensión del sentido de comunidad es claramente expuesta por Jesucristo, cuando dijo:
“Habéis oído que se dijo: ‘AMARAS A TU PROJIMO y odiarás a tu enemigo’. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; porque El hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen también lo mismo los recaudadores de impuestos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis más que otros? ¿No hacen también lo mismo los gentiles? Por tanto, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5:43 – 48).
El rey, Jesucristo, nos enseña que debemos amar a nuestro prójimo porque Dios nos amó primero. Al igual que el buen samaritano de la parábola de Jesús, no fueron leyes particulares de ayuda al prójimo desamparado, ni tampoco la pertenencia a una determinada sociedad filantrópica, lo que lo motivaron a ayudar al desvalido. Lo que en realidad lo motivó fue una enorme compasión interna que lo hizo atender al herido anónimo como si se tratase de él mismo. Por eso es que la ética pública debe ir acompañado de un carácter personal que la sustente.
Pastor Pepe Mendoza
Director del Instituto Integridad & Sabiduría
Iglesia Bautista Internacional