No sé por qué el Señor elige que no veamos los rostros de algunos de nuestros hijos, antes de que vean el rostro de Dios (Barrett Craig, amigo de toda la vida).
Los gritos de Karine resonaban a través de las finas paredes que separaban nuestros apartamentos. Me pregunté qué podría haber provocado un alarido tan visceral en mi vecina, normalmente tan dulce y serena. No tuve que esperar mucho para averiguarlo, ya que ella y su compañero Pascal iban a cenar con nosotros esa noche.
Una vez terminada la cena, la conversación tomó un tono serio. Karine se volvió hacia Pascal y le preguntó: «¿Se los cuento?». Empezó a llorar y yo comprendí inmediatamente. «Esta madrugada sufrí un aborto espontáneo», me dijo. «Como tú has pasado por eso dos veces, pensamos que podrías ayudarnos a superarlo».
Aquella noche, mi marido Dan y yo hablamos con franqueza sobre los síntomas físicos que había experimentado ambas veces: cólicos intensos, semanas de hemorragias, desequilibrio hormonal y mucho más. También hablamos del torbellino de emociones por el que habíamos pasado los dos: tristeza, confusión, enojo, celos, miedo y mucho más. Pero lo más importante de todo, compartimos el consuelo y la esperanza del evangelio que nos había sostenido a través del valle de sombra de muerte (cp. 2 Co 1:3-4).
Los felices recién casados
Dan y yo nos conocimos en 2004 en un sitio web para solteros cristianos. Yo había comprometido mi vida a la misión en África durante un viaje a Senegal a los 18 años. En la década siguiente, no había conocido a ningún hombre con la misma vocación. Así que decidí probar las citas por Internet y me topé con el perfil de un hombre que se estaba preparando para ser misionero en África. Cuando empezamos a chatear, descubrí que no solo iba rumbo a África, sino específicamente a Senegal. Y, lo que era más impresionante, planeaba servir en la formación teológica, el mismo campo en el que yo anhelaba utilizar mis propios dones y formación.
Al cabo de un año, Dan Thornton y yo nos casamos. Ambos acordamos disfrutar de nuestro primer año juntos como pareja antes de intentar tener hijos. Pero como los dos teníamos más de treinta años, sabíamos que mi reloj biológico corría. Así que, justo un año después, empezamos a intentar concebir un hijo.
El aborto espontáneo que no esperábamos
A las pocas semanas, estaba embarazada de nuestro primer hijo. Transmitimos la noticia a la familia y a los amigos cercanos y lejanos. Al doblar la esquina del primer trimestre, esperaba aliviarme de las constantes náuseas matutinas. Pero, un domingo por la noche, unos insoportables dolores abdominales me sacudieron el sueño.
Desperté a mi marido, quien me preparó un baño mientras yo gemía en posición fetal. Toda mi vida había luchado contra intensos dolores menstruales, pero lo que estaba experimentando superaba todo lo que había sentido hasta entonces. Antes de que pudiera sumergirme en el agua caliente, cualquier duda de que pudiera perder el embarazo se desvaneció cuando empecé a sufrir una hemorragia grave.
Cuando los rayos del sol se abrieron paso en la oscuridad de nuestro apartamento, reunimos fuerzas para vestirnos y dirigirnos al hospital. Una enfermera nos condujo a una sala de exploración y cerró una cortina a nuestro alrededor para darnos intimidad. Dan se sentó a mi lado en una pequeña silla mecedora. Pálido por el cansancio, el rostro de mi marido, manchado de lágrimas, reflejaba el mío. Mi pérdida era la suya. El hecho de que su cuerpo no hubiese gestado a nuestro hijo no hacía que fuera menos pérdida para él.
Mientras esperábamos a que un médico me examinara, un auxiliar descorrió la cortina y dijo: «Señor, voy a necesitar la silla. Son para padres recientes». Las palabras que pronunció fueron como flechas lanzadas directamente al corazón de Dan. Por supuesto, este empleado del hospital no tenía forma de saber que acabábamos de perder un hijo. Pero no se nos escapó la ironía. Dan permaneció de pie o sentado incómodamente en el borde de mi cama hasta que el médico vino a examinarme.
Los meses que siguieron fueron difíciles. A veces, la visión de una joven pareja empujando un cochecito desencadenaba oleadas de tristeza. Era entonces cuando Dan y yo nos aferrábamos el uno al otro y nos encomendábamos a la bondad de Dios. «Sana a los quebrantados de corazón, / Y venda sus heridas» (Sal 147:3). Nos recordamos mutuamente que si el Señor quería que tuviéramos hijos, lo haría realidad.
Una segunda oportunidad
Unos meses más tarde, quedé embarazada por segunda vez. Con inquietud, compartimos las buenas noticias con un grupo más reducido de amigos y parientes. Esperábamos lo mejor, pero nos preparamos para lo peor. Las náuseas matutinas volvieron a ser mis compañeras constantes, así que mi ginecóloga me tranquilizó asegurándome que era una buena señal.
Sin embargo, a pesar de nuestras oraciones y las de nuestros seres queridos, la historia se repitió. El Señor llamó a sí a nuestro segundo hijo. Lo único que podíamos decir era lo mismo que oró Job: «El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; / Bendito sea el nombre del SEÑOR» (Job 1:21).
Un año después, Dan y yo nos instalamos en Senegal sin hijos. Esto no había estado en nuestros planes. En una cultura que daba tanta importancia a la maternidad, a veces me sentía como media mujer. Fue entonces cuando tuve que recordarme a mí misma que mi capacidad para tener un hijo no determinaba mi identidad, sino el estar unida a Cristo en Su muerte y resurrección (Gá 2:20, Col 3:1-3).
Y aunque nuestros sueños de paternidad nunca se materializaran, Dan y yo seríamos padre y madre de los hijos e hijas espirituales a los que el Señor nos permitiría dedicar nuestras vidas.
Los obsequios del gozo y la victoria
Quedé embarazada por tercera vez durante nuestro primer trimestre en Senegal. No se lo dijimos a nadie más que a nuestros padres y amigos más íntimos. Una vez más, las náuseas, el malestar estomacal, la fatiga, la salivación excesiva y el hambre insaciable me persiguieron. Esta vez, al malestar de las náuseas matutinas se sumó el hecho de que en Senegal no existía ni una sola cadena norteamericana de comida rápida. Por tanto, mis insaciables antojos de embarazada no se veían satisfechos. Por la noche soñaba con Taco Bell y por la mañana sufría la decepción de despertarme sin un burrito.
Luego, una mañana, ya no me encontraba mal. En lugar de sentirme como si acabara de tomar un largo y turbulento vuelo transatlántico, me sentía con energía y motivada. Es más, el omnipresente aroma de mis vecinos friendo pescado a las once de la mañana ya no me molestaba. Volvía a sentirme viva. Y lo más importante, ¡nuestro bebé seguía vivo! Juntos habíamos sobrevivido al arriesgado primer trimestre.
Mi vientre se hinchó, anunciando al mundo que un niño crecía dentro de mí. Amigos y extraños se dieron cuenta. Por alguna razón, ver a una europea embarazada vestida a la africana alegraba a la gente. «¡Qué guapa estás! ¡Gracias por vestirte como nosotros!», me decían con frecuencia. Menos mal que no me molesta llamar la atención.
El segundo y el tercer trimestre pasaron volando. Mis amigas de Estados Unidos me organizaron un baby shower virtual y mi compañera de universidad Amy aprovechó sus millas aéreas para hacernos una visita especial desde San Francisco. Mi mamá reservó billetes desde San Diego para estar a mi lado en el gran día. A medida que se acercaba la fecha del parto, Dan y yo volvimos a enfrentarnos a lo desconocido.
Esta vez, sin embargo, lo hicimos con la gran ilusión de tener por fin a nuestra hija en brazos. Di a luz a Isabella Joy, en 2009, en la Clinique de la Madeleine de Dakar (Senegal). Casi cuatro años después, su hermana Evangeline Victoria se unió a nosotros el 2012.
Dios es fiel. Y punto.
Esa es nuestra historia. O al menos, esa es parte de nuestra historia. Pero para que este relato no comunique inadvertidamente algún cliché de final feliz sacado de una boba comedia romántica de Hollywood, quiero ser clara: no todas las adversidades acaban en alegría de este lado del cielo.
Estoy de corazón con las parejas cuya historia incluye la angustia de un aborto espontáneo, pero no el obsequio de una nueva vida. Lo que Dios nos enseñó a Dan y a mí a través de nuestra experiencia es que no ha prometido protegernos de las pruebas, sino estar con nosotros en medio de ellas (Is 43:1-2).
Sí, Dios nos bendijo con dos preciosas hijas. Pero también nos permitió soportar la pérdida de nuestro quinto hijo por aborto espontáneo, después del nacimiento de Evangeline. Dios utilizó la pérdida de tres de nuestros pequeños para arraigar en nuestros corazones las palabras de Pablo:
Por tanto no desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día. Pues esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas (2 Co 4:16-18).
Mi oración es que esta historia te inspire a fijar tus ojos en Cristo, a quien no podemos ver, y a considerar tus propios sufrimientos como momentáneos y ligeros comparados con la longitud y el peso de la eternidad con Él.