
Cuando Jesús dijo: “Id y haced discípulos a todas las naciones” (Mateo 28:19), no hablaba solo a los doce que lo rodeaban, sino a todo aquel que un día llegaría a creer en Él. Su llamado no ha perdido vigencia ni ha sido limitado a un grupo exclusivo. Todo aquel que ha nacido de nuevo ha sido investido con el privilegio —y la responsabilidad— de representar a Cristo en la tierra.
No es necesario tener un púlpito para predicar; nuestro púlpito es la vida diaria: la familia, el trabajo, la comunidad. Jesús nos prometió: “Pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:8). Ser testigos no es opcional, es parte de nuestra identidad como hijos de Dios.
El deseo de Moisés se cumple hoy más que nunca: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuese profeta, y que el Señor pusiera su espíritu sobre ellos!” (Números 11-29). Hoy, ese anhelo se manifiesta cada vez que un creyente, guiado por el Espíritu, comparte una palabra de consuelo, ora por otro, o simplemente vive con integridad en medio de la oscuridad.
No hemos sido llamados a hablar por nosotros mismos, sino a proclamar fielmente lo que ya ha sido revelado en la Palabra: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios” (1 Pedro 4-11). En un mundo sediento de esperanza, somos portadores del mensaje eterno de redención.
Ser embajadores del Reino (2 Corintios 5-20) es más que una función: es un estilo de vida. Significa caminar en obediencia, reflejar el carácter de Cristo, y extender el mismo llamado de reconciliación que un día tocó nuestras vidas.
Misericordia y Paz