Esa voz firme y apacible que escuché en mis sueños fue la causa de que me despertara tan temprano aquella mañana. La autoridad que contenía aquella frase me daba la certeza de que el Señor me estaba indicando algo a lo cual debía prestarle toda mi atención. Imagino la impresión de sorpresa que el profeta Samuel se llevó en su juventud la primera vez que Dios lo llamó mientras dormía y él acudió solícito al lado del sacerdote Elí, con quien trabajaba en el templo del Señor que estaba en Silo, porque pensaba que era él quien lo había llamado. No fue sino hasta la tercera vez que fue donde Elí que este le dijo a Samuel lo que debía hacer. Cuando el Señor llamó a Samuel por su nombre por cuarta vez, entonces Samuel respondió: “Habla, que tu siervo escucha” (1ª Samuel 3:1-10).
En ese instante nació una de las relaciones de mayor relevancia entre todas las que nuestro Creador tuvo con los jueces y sacerdotes a quienes les comunicaba el mensaje que deseaba hacer llegar a Israel, su pueblo escogido. Le tocó a Samuel ser el último sacerdote que tuvo como misión dirigir la teocracia que había caracterizado a la forma de vivir del pueblo israelita. Sí, porque luego de que ya Samuel estuvo muy anciano y su tiempo de vida útil para tan arduo trabajo había concluido, el pueblo judío pidió a Dios que les designara un rey para que dirigiera su nación. Pero todo comenzó aquella noche en que Samuel escuchó la voz del Señor que lo llamaba por su nombre.
Así como Samuel en realidad no comprendía lo que estaba sucediendo sino que simplemente siguió el consejo que el sacerdote Elí le dio y a partir de ahí se dispuso a hablar directamente con Dios, de esa misma manera he tenido que aprender a someterme a la obediencia que Dios exige de sus hijos cada vez que él nos habla. Por eso, cuando escuché aquella frase que me decía: “Hay un dinero para ti en agricultura”, aunque no entendía de que se trataba, puse a un lado mi raciocinio para seguir el camino que la voz de Dios me indicaba. No invertí tiempo en ponerme a pensar y hacer conclusiones propias de lo que encerraba aquella frase, sólo sé que Dios siempre quiere nuestro bien y por donde él nos indica que vayamos por ahí es que nos conviene ir. Llamé al ministerio de Agricultura y conversé con la joven que amablemente me atendió desde la recepción. Luego de un rato ella me informó que pasaría mi llamada al área de recursos humanos, pues, según su experiencia, era allí donde podían darme mayor información acerca de si existía o no algún tipo de desembolso económico destinado a mi persona proveniente de aquella institución.
La frase repetitiva de la joven que me atendió en recursos humanos me hacía sonreír cada vez que la escuchaba. Insistía en decir que yo era una señora que manifestaba una fe muy grande y que por eso estaba agotando más recursos de los que ordinariamente habría invertido, a pesar de que en ningún lado aparecía mi nombre relacionado con aquel dinero que yo aseguraba el Señor me había dicho que agricultura tenía para mí. Luego de consultar en los diferentes departamentos, de conversar con varias personas y de haber transcurrido un largo tiempo conmigo en la línea, ella me preguntó si yo tenía un contrato de trabajo con la institución, a lo que yo respondí que la última vez que me había tocado trabajar en la Secretaría de Agricultura fue a finales de los años setenta, cuando el ingeniero Hipólito Mejía había estado al frente de aquella dependencia estatal.
Hasta ese momento nos habíamos concentrado en la posibilidad de que hubiera un anuncio de agricultura que fuera a publicarse en el Tabernáculo Prensa de Dios o a lo mejor un evento cristiano de la institución en la que se nos quería designar para que lo cubriéramos, entre algunas otras alternativas que aquella joven tan dispuesta consideró opciones válidas que justificaran las palabras de Dios que me habían despertado temprano aquella mañana.
Fue entonces cuando ella me sugirió que llamara a la empresa encargada de administrar los fondos de pensiones de los empleados de agricultura, AFP Siembra, pues quizás ellos sí tendrían una respuesta positiva para mí. Aquella sugerencia me causó algo de gracia, porque en más de treinta años desde que dejé de trabajar en el departamento de prensa de la Secretaría de Agricultura, nunca me había pasado por la mente que pudiera existir algún pago económico pendiente por mis años de trabajo. De cualquier manera, tenía que seguir recorriendo todas las vías posibles, porque yo sabía que había un dinero aguardando por mí en algún lado e iba a dejarme guiar por Dios hasta encontrarlo.
Tomasina, otra amiga que encontré en medio de todas las diligencias telefónicas que hice para encontrar la bendición económica que Dios había reservado para mí, para que la invirtiera en su obra, me pidió que le diera mis datos personales y procedió a introducirlos en el sistema computarizado que ella opera como parte de sus funciones regulares. Casi de inmediato me dijo sorprendida que sí, que yo tenía un dinero a mi nombre en la institución y que debía pasar por sus oficinas a completar algunas formalidades escritas para dar curso al desembolso que durante mucho tiempo aguardaba por mí y que en su tiempo perfecto el Señor me decía que fuera a recogerlo.
Cuando Tomasina me dio la dirección, recordé que el año pasado estuve por esa institución acompañando a mi hermana y que fue ella quien me dijo que le diera mi cédula a la joven que nos atendió en aquella ocasión, pero, esa vez no hubo ningún resultado, porque mi nombre ni siquiera aparecía en el sistema, por eso resultaba poco probable que un año más tarde algo hubiera cambiado. Entonces, alabé el nombre del Señor con alegría, porque me muestra sus maravillas de tantas maneras distintas. La noche anterior había estado yo algo acongojada debido a cierta decepción sufrida por el desplante de una persona en quien había confiado para llevar a cabo el proyecto del portal web con el que hace años hemos anhelado complementar la labor de anunciar las buenas nuevas desde el Tabernáculo Prensa de Dios.
Estuve entusiasmada, pues aquella persona me había dado su palabra de que podía contar con su apoyo para cumplir esa misión. Luego, ante su negativa, no pude menos que sentir un poco de desilusión, tanto porque veía que el proyecto de la construcción del sitio web del T-P.D. tendría que esperar hasta que tuviéramos ingresos suficientes para llevarlo a cabo, y también cierta desilusión ante el desplante de esa persona que había faltado a su palabra. Pero Dios nunca abandona a sus hijos, eso lo sabemos todos los que trabajamos bajo sus órdenes y seguimos sus mandatos en todo momento. Los ingresos que recibiría desde la administradora de fondos de pensiones AFP Siembra ya tenían un destino definitivo aún desde antes de llegar a mis manos. Los usaría para invertirlo en la construcción del sitio web que con la ayuda de Dios dará presencia virtual permanente al Tabernáculo Prensa de Dios. ¡Doy gracias a Dios por ese gran regalo!
No puedo dejar de mencionar que el testimonio de mi fe en el Señor tocó a varios empleados de AFP Siembra, que escucharon las buenas nuevas y hasta hubo algunas almas que tomaron la decisión de aceptar a Cristo como su salvador. Es que Dios nos regala un amor tan completo, tan inmenso, que hasta el más pequeñito de sus regalos siempre viene acompañado de múltiples sorpresas. Y ese es precisamente el propósito de compartir este testimonio con ustedes, para recordarles que todos en el mundo pueden fallarnos, pero Dios nunca nos falla; que aún nuestras propias fuerzas pueden desfallecer en algún momento, pero las fuerzas que recibimos de Cristo son inagotables. Por eso voy a terminar este testimonio con una oración muy conocida por nosotros los cristianos y que se encuentra en 1ª de Juan 2:17: “Y el mundo está pasando, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”.