Javier tocó desesperado a la puerta de mi casa una tarde. Tras convertirse a Cristo había vivido un tiempo maravilloso de victoria y transformación. Era otra persona y sus hábitos de vida iban cambiando de una manera que él mismo se encontraba maravillado y muy agradecido a Dios y a la iglesia que le había recibido con tanto amor, a pesar de su pasado un tanto complicado.
Cuando nos sentamos a conversar, sus lágrimas brotaron en profusión:
—Pensé que era cristiano y no iba a volver atrás –me dijo casi sin poder hablar.
Se sentía miserable porque había caído otra vez en uno de sus antiguos hábitos. Su tristeza era inmensa.
—No voy a volver a ir a la iglesia. No soy digno de estar entre ustedes—, añadió.
Me fue difícil ayudarlo a contener sus lágrimas y su desesperanza. Él no entendía cómo había podido caer otra vez en la conducta que durante algunos meses había abandonado.
—Pensé que ya era cristiano —decía una y otra vez— pero no puedo engañarme a mí mismo ni mucho menos a ustedes que me han ayudado tanto.
Comencé a explicarle que aunque lamentaba mucho su caída, su gran tristeza era la evidencia de que ahora era realmente un cristiano. Y él comenzó a vislumbrar un pequeño rayo de esperanza. Estaba muy confundido por realizar una acción que antes era común en su vida; pero que ahora le causaba dolor y vergüenza. Pensó que su profesión de fe era falsa y que para ser honesto debía abandonar su intento de vivir una vida diferente.
En mi vida de pastor he visto muchas veces que después de entregarse a Cristo, una caída en pecado o una conducta impropia hacen a algunos nuevos creyentes pensar que su conversión no es genuina. La realidad es que la inmensa tristeza que esas personas sienten es la mayor prueba de que son cristianos y el Espíritu de Dios está obrando en ellos. Precisamente por eso se sienten tristes y abatidos.
Esa es la tristeza según Dios de la cual nos habla la Biblia, la tristeza inmensa que se experimenta cuando sabemos que hemos hecho mal y que hemos pecado contra él. Esas personas necesitan más que ninguna otra cosa el aliento y la ayuda de sus hermanos en la fe para poder seguir adelante en el proceso de crecimiento espiritual que han comenzado. Una caída no tiene que significar el final si la tristeza que resulta de ella nos confirma que ahora tenemos una nueva manera de pensar.
Si has caído y te sientes inmensamente triste, confiesa al Señor tu dolor y confusión con toda sinceridad. Su perdón cubrirá tu pena y podrás seguir adelante.
¡Dios les bendiga!