Pedro fue un discípulo destacado por su fidelidad y entusiasmo. Siempre estaba cerca del Señor dispuesto a servirle. Él fue un creyente especial y un líder nato. Sin embargo, en un instante trágico traicionó al Señor. Su conducta fue más reprochable aun porque su negación ocurrió en una ocasión muy triste, cuando Jesús estaba siendo vejado y humillado. Los soldados le escupían el rostro, le daban puñetazos y le abofeteaban mientras Pedro insistía en que no le conocía. Dice la Biblia en el evangelio de Lucas que en ese momento Jesús miró a Pedro. El discípulo hasta entonces entusiasta y fiel quedó totalmente abatido. Salió fuera y lloró amargamente. Avergonzado de su actuación, intentó volver a su antiguo negocio de la pesca olvidando que Jesús le había llamado a pescar hombres.
Lo más impactante de la historia es que cuando el Señor resucitó y se encontró nuevamente con él, a diferencia de lo que hubiéramos hecho nosotros, no le requirió ni le despreció. Solo le preguntó si aún lo amaba y como Pedro le aseguró que sí, lo invitó a que continuara su vida de servicio en la obra de Dios. Jesús sabía que Pedro estaba arrepentido y deploraba su acción de todo corazón.
Aquellos hermanos y hermanas que tras comenzar una vida cristiana tienen una recaída en pecado o descubren que algunos hábitos de su conducta antigua luchan por adueñarse de ellos nuevamente, deben resistir el deseo de abandonar el camino y aferrarse al amor que sienten por el Señor. La propia tristeza y vergüenza que sienten por caer en pecado demuestra cuánto aman al Señor y que no desean defraudarlo.
Si alguna vez tenemos una experiencia semejante, lo importante es mantenernos en el camino y aferrarnos al Espíritu de Dios. Él nos ayudará a levantarnos y continuar avanzando en la vida cristiana.
¡Dios les bendiga!