En Mujercitas, Louisa May Alcott nos presenta a Jo March, una jovencita de carácter tempestuoso con dos grandes pasiones: su familia y la literatura. El mayor sueño de Jo es convertirse en una importante escritora. Por eso pasa sus días con las manos manchadas de tinta, componiendo obras de teatro e historias cortas para deleitar a su madre Marmee y a sus tres hermanas: Meg, Beth y Amy.
Eventualmente, Jo encuentra la oportunidad de perseguir su sueño de manera profesional al ser contratada por el editor de Weekly Volcano —el señor Dashwood— para escribir historias por una buena paga (o al menos le parecía buena a Jo). La oferta, sin embargo, no venía sin condiciones: «La gente quiere pasar un buen rato, no que le den un sermón. Hoy en día lo moral no vende […] Escriba algo más corto y más picante [… olvídese] de la moral», advirtió Dashwood, después de haber modificado el primer manuscrito de Jo para eliminar todas las reflexiones sobre virtudes y principios (pp. 574-575).
La actitud del editor turbó a Jo, pero solo por un momento. Ella decidió dar rienda suelta a su imaginación y escribir historias frívolas de «bandoleros, condes, gitanas, monjas y duquesas» a cambio del dinero que nunca había tenido y que le permitiría llevar a su frágil Beth a tomar unas vacaciones en la montaña. Acalla su conciencia publicando de manera anónima y evitando decirle a su familia cómo es que estaba prosperando económicamente. Todo valdría la pena, pensaba ella, cuando pudiera darle a los que amaba las comodidades de las que por tanto tiempo habían tenido que privarse.
¿Cuántas veces no caemos presa de ese razonamiento?
Seducidos por el “éxito”
Muchos creyentes asistimos a la iglesia los domingos, escuchamos la Palabra de Dios, somos confrontados por lo que Él ha hecho por nosotros y por la manera en que nos llama a vivir… y luego salimos para olvidarnos por completo de cómo la maravillosa historia del evangelio debe iluminar cada área de nuestras vidas, incluyendo, por supuesto, la manera en que trabajamos.
Vivimos en un mundo caído, quebrantado por el pecado y lleno de gente ciega por la maldad. Algunas de estas personas tienen autoridad e influencia sobre nosotros; nos llaman —a veces de manera sutil y a veces de manera explícita— a comprometer nuestra conciencia para lograr más ventas, alcanzar metas u obtener reconocimientos. El compañero de estudios que te ofrece las respuestas del examen que consiguió en Internet. El gerente que te invita a distraer a los clientes de leer las letras pequeñas en el contrato. El ejecutivo que te mira con desagrado cada vez que sales a la hora adecuada en lugar de descuidar a tu familia para trabajar horas extras y sobresalir en la compañía.
Pero todo el mundo lo hace, ¿no? En nuestra debilidad, cedemos y no nos damos cuenta de cómo nos daña. Tuerce la manera en que miramos el mundo y respondemos a él. Eso le pasó a Jo:
Hurgó en el polvo de otras épocas en busca de hechos o historias tan viejas que parecían nuevas y, en la medida de sus posibilidades, abordó la locura, el pecado y la miseria. Pensó que prosperaba pero, sin darse cuenta, iba profanando algunos de los aspectos más importantes de su condición de mujer. Aunque fuese en su imaginación, vivía en un entorno nocivo, que la afectaba, pues tanto su corazón como su mente recibían alimentos poco nutritivos, incluso peligrosos (p. 577).
Un sendero peligroso
Por supuesto, comprometer nuestra conciencia no solo nos afecta a nosotros. El pecado lo arruina todo, contamina nuestras labores y hace que estas dañen a las personas que nos rodean. Jo se vio confrontada por esto cuando su amigo, el profesor Bhaer, expresó lo que pensaba del tipo de historias que ella escribía: «A algunos, estas historias les parecen entretenidas, pero yo antes dejaría que mis hijos jugasen con pólvora que con esa basura nociva» (p. 585).
Hacer trampa en un examen nos convierte poco a poco en profesionales mediocres que no tienen el conocimiento que necesitan para servir a la comunidad y terminan más bien perjudicándola. Las letras pequeñas ignoradas en el contrato condenan a tus clientes a más de diez años cargando deudas que amenazan con aplastarlos. Esas noches en la oficina hacen que los únicos recuerdos que tus hijos tienen de ti sean el verte salir por la puerta cada mañana y escucharte al regresar, soñolientos, mucho después de su hora de dormir.
Aún más, nuestra falta de integridad no solo nos daña y daña a nuestro prójimo… también deshonra al Señor. Tu profesor podría impresionarse de tu alta calificación, pero a Dios no le impresiona tu «astucia» (¡engaño!): «Todo lo que hagan, háganlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col 3:23). A Dios no le asombra que seas el número uno en ventas cuando también eres el número uno en estafar gente inexperta: «La balanza falsa es abominación al SEÑOR, / Pero el peso cabal es Su deleite» (Pr 11:1). Dios no se alegra en que seas el primero en llegar y el último en irse de la oficina mientras ignoras tu responsabilidad de instruir a tu prójimo más cercano, aquellos que viven en tu hogar y te necesitan: «Estas palabras… las enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6:6-7).
Camina en integridad
Afortunadamente, no comprendió el error de dejar que su ambición comprometa su conciencia. Tras ser confrontada por las palabras y la humildad de Bhaer —quien había sido un distinguido académico en su país de origen, pero ahora se gozaba en una sencilla posición como tutor—, Jo quemó sus manuscritos y dejó de escribir historias superficiales: «Sí, este es el lugar que merece tanta tontería inflamada: prefiero arriesgarme a incendiar la casa antes que alguien se queme con la pólvora de mi creación» (p. 587). No solo eso, sino que también se entregó a la tarea de aprender a escribir historias hermosas e íntegras.
Trabajar en un mundo caído que nos seduce para ignorar nuestra conciencia en la búsqueda del éxito no es nada fácil. Nuestro Señor lo sabe. Él mismo fue tentado con todos los reinos de este mundo (Mt 4:8-10). La buena noticia es que Él jamás cedió a esa tentación y Su justicia perfecta es ahora contada a nuestro favor, si hemos confiado en Él. En Cristo tenemos lo que necesitamos para caminar en integridad, sabiendo que Dios nos sostiene en la abundancia y en la escasez. Nuestra responsabilidad es ser fieles a Él; Él se encarga del resto (Mt 6:33).