
He perdido la cuenta de las veces que, al preparar la refacción de mis hijos,
he puesto un poquito más de comida.
No porque sé que se la van a comer toda…
sino porque siempre hay un amigo con hambre,
o porque un día cambian su sándwich por unas galletas,
o porque, misteriosamente, regresan con algo que yo nunca les empaqué.
Son esos misterios de madre que no cuestionamos.
Simplemente lo hacemos.
Un panecito extra.
Un trozo de fruta más.
Por si alguien se olvidó de llevar la suya,
por si deciden compartir,
o por si ese día el estómago les pide más de lo normal.
Nunca pensamos que una acción tan común pueda tener más relevancia que una gran hazaña…
y mucho menos que sea recordada como un suceso importante.
Porque, seamos honestas, ni aunque seas la mejor cocinera,
imaginas que un almuerzo preparado con amor termine siendo parte de una historia que, mucho tiempo después, seguiría llenando vidas y no solo barrigas.
Porque detrás de uno de los milagros más conocidos de Jesús
—la multiplicación de los panes y los peces—
hubo una madre que hizo justo eso.
No conocemos su nombre.
No sabemos si se levantó temprano para hornear o si simplemente aprovechó lo que tenía en casa.
Tampoco si puso exactamente cinco panes y dos peces por algún motivo especial.
Lo que sí sabemos es que su amor, su cuidado y sus enseñanzas moldearon a un niño
capaz de entregar su merienda cuando otros solo guardaban la suya.
Ese día, en manos de Jesús, lo que parecía pequeño se volvió abundancia.
Pero el milagro comenzó mucho antes…
en una cocina, con una madre, haciendo algo invisible.
Y así eres tú.
La que empaca loncheras.
La que ora sin que nadie la escuche.
La que enseña a compartir, a dar gracias, a no devolver mal por mal.
La que siembra valores y fe en lo cotidiano, sin imaginar que un día,
Dios usará eso para multiplicar vida en otros.
No nos cansemos, pues, de hacerlo bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos.”Gálatas 6:9
Señor, hoy oro por cada madre que está leyendo estas palabras.
Tú conoces sus madrugadas, sus cansancios, sus manos que dan sin esperar aplausos.
Que ella nunca olvide que lo pequeño que pone en Tus manos se vuelve eterno.
Fortalece su corazón cuando sienta que nada cambia.
Recuérdale que Tú ves cada detalle, cada gesto de amor, cada oración silenciosa.
Que, aunque su nombre no aparezca en los libros,
está escrito en Tu corazón y en la eternidad.
Haz que ella crea que lo que hace hoy puede cambiar generaciones.
Y que no se rinda, porque su siembra dará fruto.
Amén.
Si tú eres esa madre invisible que siembra cada día,
quiero recordarte que no estás sola.
Dios ve cada semilla que plantas,
y Una madre de rodillas es un compañero para esos días
en los que necesitas renovar tus fuerzas y tu fe.
No es solo un libro, es un recordatorio de que lo que hoy haces en lo secreto,
Él lo multiplicará en lo eterno.
Puedes conocer más en unamadrederodillas.com
y dejar que Dios fortalezca tus manos mientras esperas la cosecha.
con amor y oraciones,