
“Porque nada hay imposible para Dios.” Lucas 1-37
Este testimonio es uno de los tantos que guardo en lo profundo de mi corazón, pero sin duda, es uno de los más especiales.
El Día del Padre de este año no fue un día cualquiera: Dios me entregó un fruto agradable, un regalo de reconciliación.
Mi hijo, que había comenzado a sufrir en silencio desde que su hermano mayor (mi primogénito) partió con el Señor hace tres años, volvió a la casa del Padre Celestial.
Antes de alejarse, él fue una pieza clave en el nacimiento del ministerio. Se desempeñaba como fotógrafo, editor, y llevaba el control de todas las redes. Pero un día, con sinceridad en su mirada, me dijo:
“Tengo mucho temor de Dios. Lo que hacíamos era muy sagrado. y sentí que el mismo Dios me lo quitó. No quise mezclar nada.”
Entonces entendí su retiro.
Guardó silencio por largo tiempo. Y mientras él callaba, yo ayunaba y oraba. Ese fue mi papel: sostenerme en fe, confiar en Dios, aunque todo pareciera imposible. Y esa promesa de Dios era para mí como un faro: una guía constante en medio de la tormenta.
Mi hijo ha visto todos mis procesos. Sabe del dolor, del quebranto, de las noches sin dormir. Me decía:
“Mami, tu fe no tiene límites. Siempre en alto. Y en paz.”
Y yo le respondía:
“Hijo, hemos pasado juntos el duelo de tu padre y de tu hermano. Pero la vida de fe no depende de lo que vemos, sino de la relación íntima con Dios. Aunque todo parezca imposible, seguimos creyendo.”
Su versículo favorito siempre ha sido.
“Porque nada hay imposible para Dios.” (Lucas 1:37)
Lo más impactante fue lo que me dijo el sábado, sin imaginar que el domingo, Día del Padre, estaría sentado en un banco de la Iglesia Bautista Internacional (IBI), recibiendo la Palabra de Dios en reverencia y profundo silencio.
“Madre, no he venido con mis fuerzas. No he venido a saludar, ni a prender el celular, ni a tomar fotos, ni a ver pastores. Todo lo dejé en el carro. He venido con una convicción profunda de arrepentimiento y pedirle perdón a Dios,y de ver a mí madre sufrir por su hijo y ser testigo de que lo que tú llevas en tu corazón es real.”
Ese fue su mejor testimonio para mí. No fueron las palabras, ni las redes, ni la emoción. Fue ese silencio reverente ante la presencia de Dios. Este asiento fue preparado desde el cielo.
Luego fuimos a su casa. Allí, con sus dos hijos, celebramos el nuevo comienzo. Nos abrazamos, nos perdonamos, nos gozamos. Mis nietos se reían felices. Y él, con autoridad, les dijo:
“A partir de hoy, tenemos una vida nueva en Cristo.”
Y así fue. Una nueva vida comenzó.
Como aquella reflexión que escribí una vez, “La Esmeralda del Cielo”, así siento que este momento fue precioso, eterno, celestial.
Oración de Gratitud y Reconciliación
Señor, gracias. Gracias por escuchar las oraciones de una madre quebrantada, por sostener mi fe cuando todo parecía perdido.
Hoy te alabo por traer de vuelta a mi hijo, no solo a casa, sino a Ti.
Gracias por su corazón sensible, por su reverencia, por el silencio santo con el que te recibió.
Te ruego por cada madre que aún espera, que su clamor también encuentre respuesta.
Recibe mi gratitud, Señor. Este testimonio es tuyo.
Ese ha sido mi mejor regalo, el mejor milagro de fe: creer.
Todo se puede lograr si tienes fe, porque los milagros de Dios son para hoy y para siempre.
Y todo se puede alcanzar por aquel que está dispuesto a luchar y a perseverar en sus propósitos hasta lograr la meta.
Nosotras, las madres, tenemos esa responsabilidad de orar, aunque no haya respuesta inmediata.
Nuestro rol es confiar y creer.
La fe verdadera no depende del tiempo ni de las circunstancias.
La fe espera en silencio.
La fe insiste en oración.
La fe se planta en la Palabra y no se mueve, aunque todo a su alrededor tiemble.
Porque la fe que persevera siempre alcanza la victoria.
¡Toda la gloria y honra sea para Dios!