Misericordia y paz, gracia y paz, amor y paz, justicia y paz. El fruto del Espíritu y la paz. No caben dudas que nuestro Dios es un Dios de paz (Ro 15.33, Heb 13.20, 1 Ts 5.23). Para estos tiempos en que comienzan a escucharse las trompetas anunciando guerras, resulta difícil hablar de la paz de Dios. Me pregunto qué hace la iglesia del Dios viviente como institución divina ante esta situación. Unos dicen que no debemos hacer nada porque meterse en esos asuntos no le corresponde al cuerpo de Cristo. Otros argumentan que lo apropiado es orar para que Dios obre y se haga su voluntad. Los más parecen sumarse a la modorra y la insensibilidad de los que se escudan en razonamientos religiosos para agarrarse a la indiferencia. Pero hay un Dios en el cielo y un Príncipe de Paz a su diestra. A ninguno le placen las guerras con intereses disfrazados de aparente humanismo. No se trata de política, sino de teología. El apóstol Pablo nos dice que Cristo es nuestra paz (Ef 2.14).
La prosperidad del ser humano depende de la paz y Dios nos reveló la fórmula para disfrutarla en su Hijo Jesucristo. Como Cristo es nuestra paz, no hay justificaciones para los bamboleos bélicos ni los rejuegos contenciosos de la conciencia. Los hijos de Dios debemos amar la paz y más que todo, trabajar y promover la paz. El propio Jesús nos dice La paz les dejo; mi paz les doy. Y nos subraya Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo (Jn 14.27) El cristiano debe amar la paz.
Los judíos del tiempo de Cristo esperaban un Mesías de la guerra que restaurara a golpe de espada la nación de Israel y echara con caballos y ejércitos a los romanos invasores. Pero el prefirió la paz. Su misión era más alta. Su compasión no tenía límites; vino a buscar a los pecadores, a anunciar una era nueva, a proveer de gracia a un mundo desgraciado, a traernos su paz.
Estoy seguro que muchos sienten la paz de Dios en sus corazones. Esa paz es como una semilla que germina cada mañana en el afecto conyugal, en el abrazo a los hijos, en la sonrisa de los ancianos de tu vida y en el milagro de los nietos, quienes renuevan tus alas con sus miradas tiernas y llenan el corazón de gratitud a Dios. Paz de Cristo es sinónimo de plenitud. Sin ella no hay gozo ni esperanza, ni vida.
Jesús tiene en alta estima a la humanidad. Dios y el hombre son sus prioridades. Su reino anuncia un nuevo orden en el corazón del ser humano, un cambio verdadero en la mentalidad y el accionar de hombre. Jesús viene a pregonar la paz, a regenerar, a barrer lo viejo, a instaurar un principado de paz en la vida interior e exterior del hombre.
Por eso duele escuchar los tambores de la guerra, porque no concebimos un mundo donde la paz sea un privilegio de pocos y que el fantasma de la muerte se cierna sobre las cabezas de muchas vidas inocentes que morirían irremisiblemente. Dios no se encarna en la miseria, ni en los tanques de guerra, ni en los paisajes que dejan las batallas humanas, sino en la cordura, en la reflexión oportuna, en su paz indiscutiblemente necesaria. En los que fraguan el mal habita el engaño, pero hay gozo para los que promueven la paz (Pr 12.20)
Pablo le decía a los romanos: “Por lo tanto, esforcémonos por promover todo lo que conduzca a la paz y a la mutua edificación (Ro 14.19). Es un verso que parece extraído de alguna resolución diplomática de la actualidad, pero es la diplomacia de Cristo, es la que necesitamos hoy más que nunca para que la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, cuide nuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús (Flp 4.7).
¡Dios te bendiga!