
No recuerdo jamás haberme sentido atraído por el evangelio de la prosperidad. Por la gracia de Dios, crecí en iglesias que hablaban regularmente de la suficiencia de Cristo en medio del sufrimiento. Nunca pensé que seguir a Jesús sería fácil. Fui entrenado en calcular el costo.
Pero, con una pasión bien intencionada por dar a conocer a Jesús, me convencí de que una vida que contara para Cristo era una de fidelidad extraordinaria. El verdadero llevar la cruz, siguiendo el ejemplo de los apóstoles, significaba «trastornar el mundo» (Hch 17:6).
Para mí, una vida cristiana que no se elevara más allá de una fidelidad «ordinaria» en la práctica de las disciplinas espirituales, en el amor y la provisión a la familia y en el servicio regular en la iglesia, era para aquellas personas que o bien habían perdido de vista la misión o aún no habían comprendido en lo profundo que la gloria de Dios justifica entregarse sin reservas. Una fidelidad mediocre apenas parecía una ofrenda adecuada para el Dios glorioso que me llamó a ponerme la armadura y a ofrecer mi vida como sacrificio vivo.
En lugar de pensar que la verdadera fidelidad debe transformar el mundo, debemos aspirar a que sea integral
Quería cambiar el mundo. Mi persistente temor no era que cometiera adulterio o abandonara la fe, sino que viviera una vida en gran parte olvidable, tranquila y aburrida para Cristo. Mientras que la vida eterna por gracia mediante la fe en Jesús se sentía como ganar, una contribución ordinaria al reino de Cristo se percibía como perder. Afortunadamente, Dios usó la parábola de los talentos (Mt 25:14–30) para destrozar y reconstruir mi entendimiento del buen y fiel servicio a Cristo.
¿Dónde están los cristianos extraordinarios?
Es vergonzoso admitir, en retrospectiva, que mis convicciones distorsionadas me llevaron a pensar que nadie que Dios hubiera puesto en mi vida modelaba una fidelidad ejemplar, ni mis padres piadosos, ni mis maestros o entrenadores, ni siquiera el pastor de mi iglesia local. Los valoraba como grandes cristianos, pero, según lo que yo podía discernir, no habían hecho nada verdaderamente revolucionario para Jesús.
La vida bien aprovechada se encarnaba en misioneros, mártires, servidores públicos, pastores reconocidos y defensores de la fe; personas que dejaron huella. La verdadera fidelidad se reflejaba en Calvino, Knox, Judson, Tyndale, Mueller, Spurgeon, Wilberforce, Whitefield, Graham, Piper y Keller. Muchos no eran prósperos según los estándares mundanos, pero sus contribuciones en el nombre de Jesús fueron épicas. Eso era todo lo que deseaba.
¿Estaba mi anhelo de ser un jugador estrella en el equipo de Dios plagado de motivos encontrados? Por supuesto. Realmente deseaba marcar la diferencia para Cristo y su reino; solo esperaba que esa diferencia se asemejara más a la de mis héroes que a la de mis maestros de la escuela dominical. Solo después de una vida de fidelidad épica podría, a mis 85 años, sentarme y decir con la conciencia limpia: «Mi vida contó para Cristo. No la desperdicié».
La parábola de los talentos
En Mateo 25, Jesús describe a un hombre que confía a sus siervos su propiedad y luego se marcha de viaje. «A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y se fue de viaje» (Mt 25:15).
Cuando el amo regresa para ajustar cuentas, se descubre que el de cinco talentos y el de dos han sido fieles, pues han devuelto a su amo el doble de lo que se les confió, mientras que el de un talento se muestra infiel al devolver únicamente el talento que se le había entregado originalmente.
La gran mayoría de nuestra fidelidad y trabajo para el Señor se ejercerá en los pequeños, a menudo aburridos y monótonos ritmos de la vida
Mientras leía esta parábola una tarde, mi concepción de «éxito» en la vida cristiana se desvaneció ante la evaluación del amo sobre los dos siervos fieles. Tanto el de cinco talentos como el de dos recibieron el veredicto: «Bien hecho, siervo bueno y fiel». Mi reacción inicial fue: «¡Sí! ¡Esto es lo que nos motiva a evitar vivir una vida pequeña y ordinaria!»
Pero lo que más me asombró fue la razón por la cual el amo ofreció su juicio aprobatorio: «Has sido fiel en lo poco» (vv. 21, 23). Así es: por eso estos hombres fueron considerados siervos buenos y fieles, pues demostraron fidelidad con lo poco.
Habría esperado que «Bien hecho, siervo bueno y fiel» fuese seguido de algo como «¡Fuiste extraordinario!» o «¡Cambiaste el mundo!», pero el análisis final del amo fue: «Fiel en lo poco». A mis oídos, esa encomienda no parecía corresponder con la magnitud del «¡Entréguenme Escocia, o moriré!» de John Knox. Sin embargo, allí estaba, en las páginas de las Escrituras. Desde la perspectiva de Dios, esa es una vida bien vivida.
Fidelidad integral
¿Está Jesús estableciendo un estándar bajo para la fidelidad cristiana? No. Recordemos que «lo poco» no se refiere a la intensidad de la devoción de los hombres, sino a los recursos que se les confió originalmente, de acuerdo con las capacidades que Dios les otorgó. «Fiel» describe lo que hicieron con esos recursos.
Si una vida para Cristo completamente fiel pero exteriormente común y corriente es insatisfactoria, hemos olvidado para quién trabajamos
El de cinco talentos recibe la misma encomienda que el de dos, a pesar de que el primero devolvió el doble, porque el veredicto no se basa en la cantidad retornada. Ambos hombres aprovecharon al máximo todas sus capacidades para multiplicar lo que se les había confiado; en ambos casos, duplicaron lo recibido. Fueron igualmente fieles.
Si tú eres el de dos talentos y el de cinco es tu vecino, puede resultarte difícil sentirte fiel. Pero es un error medir nuestra fidelidad según la labor de nuestro vecino creyente; no corresponde usar la producción del de cinco talentos como prueba definitiva de quién tiene una vida que cuenta para Cristo.
En lugar de pensar que la verdadera fidelidad debe transformar el mundo, debemos aspirar a que sea integral. Debemos procurar multiplicar y administrar todas las habilidades y oportunidades que se nos han confiado, sin descuidar ninguna de las pocas cosas que se nos han dado. Entendida de esta manera, la fidelidad es, ante todo, una cuestión de mayordomía, no de «impacto». No se aprecia en si logramos todo lo que deseamos para Dios, sino en cómo administramos lo poco que Él nos ha dado.
Trabajemos para el Señor
El don y el llamado de Dios llevarán a algunos a tener una influencia pública como el elocuente Apolos (Hch 18:24). Pero la mayoría de nosotros seremos más como la poco conocida Pérsida (Ro 16:12), de quien la Biblia encomia que «ha trabajado mucho en el Señor». Un reconocimiento como ese solía parecerme un premio de consolación: un esfuerzo encomiable sin logros impresionantes que mostrar.
Si una vida de fidelidad es la suma de días fieles, entonces debemos aprovechar al máximo cada oportunidad que Dios nos presenta
Pero Dios no ha dispuesto que la mayoría de las personas sean transformadoras del mundo. La gran mayoría de nuestra fidelidad y trabajo para el Señor se ejercerá en los pequeños, a menudo aburridos y monótonos ritmos de la vida. Serviremos a nuestras familias, iglesias, lugares de trabajo y comunidades, sin hacer nada particularmente impresionante. Entre los cristianos verdaderamente fieles, solo una fracción tendrá una biografía escrita sobre ellos.
Si eso nos decepciona, si una vida para Cristo completamente fiel pero exteriormente común y corriente es insatisfactoria, hemos olvidado para quién trabajamos. Nos hemos enamorado de entrar en el gozo del amo equivocado. Recordemos las palabras de John Newton:
Si dos ángeles recibieran al mismo tiempo una misión de Dios, uno para descender y gobernar el imperio más grandioso de la Tierra, y el otro para barrer las calles del pueblo más humilde, a cada uno le daría exactamente igual qué tarea le tocara. Porque la alegría de los ángeles reside únicamente en obedecer la voluntad de Dios, y con la misma felicidad levantarían a un Lázaro en harapos hasta el seno de Abraham o serían un carro de fuego para llevar a un Elías a casa.
La fidelidad Hoy
Aún anhelo transformar el mundo. Todavía oro, haciéndome eco de Jim Elliot: «Señor, házme peligroso». Estos impulsos son valiosos; sin embargo, ya no concibo la verdadera fidelidad total a Cristo en términos de influencia generalizada. Más bien, entiendo que ser «fiel en lo poco» implica un servicio que se adapta notablemente de persona a persona, según las capacidades y los recursos que Dios les ha concedido.
Como bien señaló Annie Dillard: «La manera en que vivimos nuestros días es, por supuesto, la manera en que vivimos nuestra vida». Si una vida de fidelidad es la suma de días fieles, entonces debemos aprovechar al máximo cada oportunidad que Dios nos presenta. No esperemos ese instante trascendental que justifique todos los años de preparación con nuestra honda. Al contrario, seamos diligentes administradores de lo que Dios ha puesto en nuestras manos. Trabajemos buscando la aprobación de Cristo, no la de los hombres. Seamos fieles en lo poco. Puede que no nos convirtamos en héroes de la fe, pero sí en siervos buenos y fieles de Cristo. Y desde la perspectiva de Jesús, esa es una labor más que bien hecha.