
Vivimos tiempos en los que la abundancia ya no sorprende, y la comodidad se ha vuelto tan común que olvidamos de dónde viene cada bendición. Como sociedad, como iglesia y como nación, corremos el peligro de estar llenos por fuera, pero vacíos por dentro. Tenemos acceso a más cosas que nunca antes: comida, tecnología, salud, entretenimiento… pero muchas veces, menos gratitud, menos humildad y menos dependencia de Dios.
El hombre saciado de este proverbio representa a una generación que, al tener tanto, comienza a menospreciar incluso lo dulce. Ya no se valora lo esencial, lo simple, lo espiritual. Nos hemos acostumbrado a recibir sin agradecer, a exigir sin reconocer, a vivir sin detenernos a honrar al Dador de todo.
Un llamado a la sociedad.
Nuestra cultura ha reemplazado la gratitud con la queja y el contentamiento con la ambición desmedida. Necesitamos volver a enseñar a las familias, a los jóvenes y a los niños que nada es garantizado, y todo es gracia. Que el respeto por lo pequeño y la gratitud por lo cotidiano son signos de una sociedad sana.
Un llamado a la iglesia.
Como cuerpo de Cristo, no podemos permitir que la saciedad nos duerma espiritualmente. Cuando el pueblo de Dios olvida sus raíces, su dependencia de Dios, y el valor de lo sencillo, se vuelve tibio, pasivo y conformista. Hoy más que nunca, la iglesia necesita un corazón hambriento de la presencia de Dios, que vea dulzura aún en la prueba, y que no desprecie el panal de miel que es Su Palabra, Su presencia y Su llamado.
Un llamado a la nación.
Somos una nación que ha sido bendecida en muchas áreas, pero esa bendición no debe ser excusa para el orgullo ni para el olvido de Dios. Una nación agradecida es una nación fuerte, pero una nación saciada sin gratitud se encamina a la pérdida de su identidad, sus valores y su destino. Necesitamos volver al altar, como pueblo, como país, como generación, y decir: «Gracias, Señor. No queremos olvidar en nuestra abundancia.»
Conclusión.
La saciedad no es mala. El problema es cuando la abundancia reemplaza la dependencia, y cuando la gratitud se ahoga en el orgullo. Hoy, más que nunca, necesitamos corazones sensibles, humildes y agradecidos. Que no despreciemos lo dulce, ni nos acostumbremos a lo bueno. Que no tengamos un corazón que olvida… sino uno que adora, agradece y comparte.
“Señor, que aún en la abundancia, no dejemos de tener hambre de Ti”