Agustín de Hipona expresó su mundo interior con una hermosa resolución teológica digna de tener en cuenta: Mi alma no tiene descanso hasta que reposa en ti. ¿Pudiéramos decir lo mismo los cristianos de hoy? No hay verdadero reposo y paz interior hasta que el alma es apacentada en la gracia del Señor y asumimos que no hay mejor fórmula para el bienestar espiritual que vivir reposadamente en los brazos del Padre, confiando en su Palabra, hablándole en oración.
Una de las razones por las que el hombre no encuentra reposo ante las circunstancias de la vida diaria es porque no tiene un fundamento confiable para sostenerse. El hombre sin Dios vive del malabarismo de sus propias pasiones; un día bien, otro mal y el próximo peor. El ciclo de vida del hombre sin Dios es en realidad un ciclo de muerte.
Entre los muchos problemas que el cristiano debe confrontar hoy consigo mismo está el de despojarse de los sentimientos de culpa que arrastra del pasado, sus frustraciones y desengaños, las barbaridades de la vieja naturaleza que Cristo crucificó consigo en la cruz, pero que pugna por salir a flote para condenar el alma del creyente redimido. Tales sentimientos de culpa y frustración pueden tener su raíz en la decisión intencionada del cristiano de ocultar sus pecados y no confesarlos al único que es justo para perdonar: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.” (1 Jn 1:9).
El reposo de Dios es conocerle cada vez más mientras bregamos diligentemente en la vida cristiana. En su oración al Padre, Jesús le dijo: “Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.”(Jn 17.3).
A través del profeta Jeremías Dios habló de esta manera: Pero si alguien se gloría, gloríese de esto: “De que me entiende y me conoce, pues yo soy el Señor que hago misericordia, derecho y justicia en la tierra, porque en estas cosas me complazco,” declara el Señor. (Jr 9.24).
En un mundo posmoderno y existencialista el hombre vive sin propósitos claros y enfrenta la vida haciendo su propia voluntad. Los valores eternos y los preceptos divinos no tienen significado. Al cuestionar su propia existencia, se pierde en el laberinto de las filosofías que niegan a Dios. Viven para el éxito personal, fruto de sus propios esfuerzos, creyendo conocerse a sí mismos y pretendiendo cambiar las circunstancias que le son adversas para vivir libremente, sin sometimientos, sin principios moralizantes, sin normas de conductas que le ayuden a sobrellevar su ya insustancial existencia.
Nosotros tenemos a Cristo; le conocimos y a través de él se nos ha revelado el Padre en toda su plenitud, de manera que no tenemos excusas para no encontrar el reposo que nuestra alma necesita en determinadas circunstancias en que la vida no parece sonreírnos. Los conflictos que confrontamos a diario pueden diluirse y eliminarse cuando le damos la oportunidad al Señor de gobernar cada una de las aristas de nuestra vida y le cedemos al Rey el trono que de vez en cuando usurpamos al intentar ejercer el control que es derecho exclusivo de él. Si Dios inventó la vida ¿no es mejor dejar que él la controle? ¿Por qué pretende el hombre dársela de sabiondo al enfrentar la vida? Pablo le decía a los corintios: “¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el erudito? ¿Dónde el filósofo de esta época? ¿No ha convertido Dios en locura la sabiduría de este mundo?” (1 Co 1.20 NVI).
Vivamos reposadamente en el Señor. Conocerlo a él trae confianza y paz al corazón. El mundo se desborda en aflicciones, pero Jesús le venció en la cruz (Jn 16.33). Permanecer en Cristo, permitiendo que él sea el centro de nuestro mundo interior, es la mayor garantía para continuar la carrera de la fe en la certidumbre de su compañía. El alma – la mente, la voluntad y las emociones – descansa cuando reposamos y ponemos las cargas de la cotidianidad sobre su amor y misericordias eternas. “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Ro 12.2)
¡Dios bendiga su Palabra!