Toda la Escritura enseña que Dios es un ser trascendente, separado de todo lo que existe. Pero, a la vez, la Biblia nos muestra a un Dios compasivo y cercano a los Suyos. Las palabras del profeta Isaías capturan estas dos verdades de forma magistral:
Porque así dice el Alto y Sublime
Que vive para siempre, cuyo nombre es Santo:
«Yo habito en lo alto y santo,
Y también con el contrito y humilde de espíritu,
Para vivificar el espíritu de los humildes» (Is 57:15).
Para profundizar en esta maravillosa verdad, y su impacto en nuestras vidas, quisiera desglosar las palabras del profeta.
Dios es trascendente
La primera descripción de Dios en este pasaje —«el Alto y Sublime»— deja en claro que Él es trascendente. El Señor es superior y está por encima de toda la realidad, no en un sentido geográfico, sino en cuanto a Su esencia y existencia. «Alto y sublime» es la manera del pasaje de expresar una realidad que nos supera, que excede nuestra comprensión. Dios está sobre todo y es supremo en todo.
Todo lo creado es contingente a Dios, es decir, depende de Él, viene después de Él y recibe su existencia de Él. Este mundo —lo visible e invisible, con toda su grandeza, complejidad y belleza— es una realidad secundaria, derivada y subordinada. Solo Dios es alto y exaltado.
Dios también es aquel «que vive para siempre» o, como traduce otra versión, «El que habita la eternidad» (RV60). Toda la dimensión de Su existencia está fuera de lo temporal. El tiempo no lo contiene ni lo limita porque, en última instancia, también la temporalidad fue creada por Él y depende de Él. El tiempo, el espacio y la materia son creaciones Suyas y están sometidas a Él. El Señor habita en lo eterno, sin estar contenido ni limitado a las horas, días y épocas.
Para los seres humanos, el aspecto eterno del ser de Dios es difícil de comprender. En parte, porque somos seres temporales y el tiempo nos afecta considerablemente. Así, nuestra comprensión de la eternidad es incompleta en el mejor de los casos.
Es cierto que los seres humanos conoceremos la eternidad en un sentido, porque nuestra vida continuará después de la muerte (cp. Dn 12:2; Mt 25:46). Sin embargo, esta eternidad humana se proyecta hacia el futuro, no hacia el pasado. Es una existencia infinita derivada por decreto divino (cp. Ecl 3:11) y, por lo tanto, sujeta a la voluntad de Dios. Él nos creó y nos sostiene, y así lo hará por la eternidad, sea en la vida o en el castigo perpetuo.
El último atributo de Dios —según se menciona en la primera parte del texto citado arriba— en el que quiero detenerme es en Su santidad: «cuyo nombre es Santo». Ser santo significa que el Señor está libre de toda contaminación, vileza y maldad. En Él no hay impiedad, solo perfección y excelencia moral. Pero Su santidad no solo es una descripción de Su carácter, sin pecado, sino que también hace referencia a un par de verdades relacionadas.
En primer lugar, señala el hecho de que Su santidad define Su carácter y esencia mejor que cualquier otro atributo. Porque Su nombre no es justo, amoroso o sabio, aunque ciertamente lo es. Su nombre es Santo. No tenemos otra instancia en las Escrituras que diga: «Su nombre es…», en referencia a otra de Sus perfecciones divinas.
En segundo lugar, al decir que Su nombre es Santo también nos está instruyendo en cómo debemos pensar de Él y cómo dirigirnos a Él. Para que la convicción de que Dios es Santo esté en nuestros labios, debe estar primero en nuestra mente y corazón. Dios quiere que la mente y el corazón de Su pueblo sean dominados por la conciencia de Su santidad.
Estas expresiones sobre la trascendencia, eternidad y santidad de Dios son declaraciones absolutas acerca de Su ser. No obstante, se debe reconocer un elemento misterioso en todo esto: cuando tratamos de describir lo trascendente de Dios, sabemos que estamos ante algo que no podemos comprender ni explicar por completo.
Dios es cercano
Lo sorprendente es que este Dios trascendente también es un Dios cercano. El Señor condesciende, se aproxima y se acerca a los Suyos. El Dios alto y sublime se acerca, se rebaja a nuestra condición, se humilla a Sí mismo. Hay algunos detalles maravillosos sobre el acercamiento de Dios que relata Isaías y que quisiera señalar.
En primer lugar, el Señor es muy específico respecto al objeto de Su acercamiento: el corazón humilde y quebrantado. La miseria de Su pueblo lo conmueve y atrae. En esas horas oscuras de dolor, confusión y fragilidad, Dios viene hacia nosotros, aun cuando ese dolor ha sido provocado por nuestro pecado. Movido por Su tierna misericordia, Dios se acerca a Su pueblo.
Aunque Su omnipresencia le permite acercarse —pues aunque habita en la altura y en la santidad, también puede, al mismo tiempo y en el mismo sentido, estar con el humilde— es Su compasión la que lo mueve hacia este acercamiento. El hecho concreto es que Dios es movido a misericordia al ver la debilidad de los Suyos, así como el padre del hijo pródigo fue movido a compasión al ver a lo lejos a su hijo arruinado (Lc 15:20).
La idea de habitar con el humilde también supone una situación de permanencia e intimidad. En este pasaje, habitar requiere establecerse y permanecer en un lugar para compartir algo, por ejemplo, alivio, paz y esperanza. Dios se establece cerca nuestro y permanece junto a nosotros en el dolor, el quebranto, la incapacidad y la debilidad. Así como Dios habita en una dimensión trascendente, superior, eterna e infinita, también habita con el pobre y débil pecador que se humilla ante Él. Dios se acerca a Su pueblo, se establece con ellos.
Cuando el Dios trascendente se acerca
La cercanía de Dios con los quebrantados y humildes no es pasiva ni estéril, sino activa y fructífera. Se acerca para producir vida, ánimo y restauración: «Para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados» (Is 57:15).
La presencia de Dios trae al quebrantado la fuerza y esperanza que solo Él puede dar. No importa si el quebrantamiento vino a causa del pecado de Su pueblo, por otros o por el mal natural de este mundo caído, lo cierto es que Dios viene al auxilio para alentar nuestro espíritu y vivificar el corazón.
Así es el Dios alto y sublime, eterno y cuyo nombre es Santo, quién miró nuestra miseria, quebranto y dolor y quiso compadecerse y acercarse. Vino en la persona de Cristo para llevar nuestro castigo. Esta gloriosa conjunción de los atributos divinos se ha manifestado de manera definitiva y clara en la historia de la redención. Jesús, Dios hecho carne, vino al mundo para llevar el castigo de Su pueblo y sanar sus dolencias. En Cristo, Dios se mostró al mismo tiempo majestuoso y manso, sublime y cercano.
El Dios trascendente vio nuestra miserable condición y se acercó para salvarnos. El León que reina se hizo un manso Cordero para morir en silencio y humildad por los quebrantados de espíritu (Ap 5:5-6; Is 53:7). Cristo Jesús vivió una vida de obediencia al Padre, murió de la forma más cruel en la cruz, se levantó al tercer día y subió a los cielos para asegurar nuestra redención.
Cristo sigue con Su pueblo todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28:20). En especial durante los tiempos de quebrantamiento. Jesús «viene» una y otra vez en la persona del Espíritu Santo para ser auxilio, descanso y fortaleza al humilde de espíritu. Y un día volverá para consumar la salvación de aquellos que esperan en Él.
¡Qué asombrosa y segura esperanza es Cristo —el sublime y cercano— para Su pueblo!