La gloria de Dios es otro de sus atributos y se define como la belleza de Su espíritu. Humanamente hablando somos cautivados por cosas hermosas, como la ternura de un niño, la belleza de las flores, lo imponente de una puesta del sol, la salida de la aurora en la mañana o el sonido suave de un arroyo primaveral; sensaciones estas que nos producen asombro, admiración y recogimiento a nuestro espíritu, porque en nosotros también existe una belleza del resplandor de la gloria de Dios. Sin embargo, toda la gloria de esta tierra es pasajera, se acaba pronto.
¿Cuánto dura la belleza de una flor, por ejemplo? En la mañana florece y en la tarde ya está seca. Aún más, los cielos y el firmamento, quienes también proclaman esa gloria, y anuncian la “obra de sus manos” (Salmos 19:1), un día serán todos renovados (Apocalipsis 21:1). Pero la eximia gloria de Dios, aquella que descendió del cielo, y la hemos visto desde el momento de la creación, y luego manifestada a través del AT y luego en el NT, permanece para siempre.
La “Shekhiná” es la palabra hebrea para describir la gloria de Dios revelada. Cuando Israel salió de Egipto una columna de fuego los acompañaba durante la noche y una columna de nubes por el día (Éxodo 13:20-22). Esa gloria los acompañó durante los 40 años de peregrinación por el desierto, haciéndose presente primero en el tabernáculo (Éxodo 40:34-35), y después en el templo de Salomón, en el mismo lugar santísimo (2 Crónica 7:2).
Y en ambos lugares hubo ocasiones donde los sacerdotes no pudieron ministrar debido al resplandor de esa gloria. Entonces, ¿hubo un momento cuándo la gloria de Dios ya no se manifestó más? De eso nos habla el profeta Ezequiel en los capítulos 10 al 13. Si eso fue así ¿cuándo regresó esa gloria? El retorno de esa gloria se hizo presente con el nacimiento de Cristo, y un coro de ángeles la proclamó en los cielos (Lucas 2:14). Veamos en qué consiste la gloria eximia de Dios.
UNA GLORIA MANIFESTADA A LOS HOMBRES
“Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre…” (Juan 1:14).
En la teología de Juan, este texto es sorprendente, porque nadie anteriormente había visto la gloria de Dios, y seguir viviendo. Moisés estuvo cerca, pero no la vio. Israel estuvo cerca, pero no la vio. Los sacerdotes estuvieron cerca, pero no la vieron. Sin embargo, Juan nos dice que ellos la vieron, la tocaron, la gustaron y anduvieron con ella. Juan habló de la encarnación de esa gloria, porque en efecto esa gloria nació en un pesebre y luego se manifestó a todos los hombres.
Cuando aquellos hombres escuchaban a Jesús se admiraban de sus enseñanzas y de su doctrina, con un sentido de asombro. Y cuando dice: “vimos su gloria”, es porque él junto con Pedro y Jacobo, la vieron en el monte de la transfiguración al lado de Moisés y Elías, los hombres más grandes del Antiguo Testamento. Pero la manifestación más grande de la gloria de Dios fue vista en la propia cruz donde Jesús murió.
Esto parece paradójico. En la llamada “oración sacerdotal” de Juan 17, Jesús dijo: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él”. Pero ¿cómo podía ser glorificado? La vergonzosa cruz no era la mejor manera de ser glorificado. Para los griegos aquello era una locura, para los romanos una vergüenza y para los judíos una maldición.
De esta manera vieron esas sociedades la cruz en ese momento. Para ellos, la cruz era un tormento, pero para Cristo y su Padre, la cruz era la ocasión para ser glorificado. Jesucristo tuvo un cuerpo glorificado después de ser crucificado (Juan 13:31-32). Así pues, la cruz es la mejor expresión de la gloria de Dios.
UNA GLORIA PUESTA EN EL CORAZÓN
“La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (Juan 17:22). Este es otro texto extraordinario. Jesús habla con su Padre de una manera íntima y cercana, y se presenta ante él con un “informe” del trabajo hecho. Recordemos que esta oración la pronunció Jesús antes de ir a la cruz.
Y con esto surge la pregunta obligada ¿cómo puede un discípulo de Cristo tener y retener la gloria de Dios? Pues al momento de recibir a Cristo, fuimos llenos del poder de su muerte y su resurrección, por medio de la presencia del Espíritu Santo. ¿Qué significa esto? Que ahora Cristo vive en nosotros, y, por lo tanto, somos llamados a reflejar su gloria en lo que hacemos.
Pablo después que tuvo un encuentro con esa gloria en el camino a Damasco, escribió su propia experiencia, resaltando la gloria de Dios de cual ahora disfruta: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
¿Cómo hacemos para tener una cara descubierta y ver la gloria de Dios? Moisés tuvo que ponerse un velo por el resplandor de esa gloria. ¿Cuándo podemos nosotros mirar a cara descubierta? Cuando venimos al Señor, y nos convertimos a él, ese velo se quitará (2 Corintios 3:16). El texto dice que somos transformados “de gloria en gloria”.
El creyente verdadero no sucumbe, sino que va hacia adelante siempre. Es la gloria de Dios en nosotros, porque según Efesios 1:6 “fuimos creados para la alabanza de la gloria de su gracia”. Esa gloria debemos mostrarla, debemos cantarla, debemos darla a conocer, y, sobre todo, debemos vivirla siempre.
LA GLORIA DE DIOS EN LO QUE HACEMOS
“Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31).
Este es un texto muy conocido en el pueblo de Dios, y a veces lo usamos más como un eslogan sin saber su significado teológico. Lo que primeramente nos muestra el texto es qué mi comida, bebida o cualquier otra cosa hecha, no debe ser para mi propia satisfacción, sino para traer gloria a Dios. Cuando Pablo nos habla de hacer estas cosas para “gloria de Dios”, su propósito es examinar nuestras intenciones delante de Dios.
El contexto de este pasaje nos habla de un problema ético que vivían los corintios, en el sentido de comer o no las carnes sacrificadas a los ídolos. Por esta razón Pablo nos introduce en esta declaración, entendiendo que lo importante no es buscar el bien personal, sino el honrar al Señor.
A veces nuestro enfoque se centra en nuestras propias “comidas y bebidas”, lo cual significa buscar nuestra propia satisfacción, en lugar de buscar siempre la gloria de Dios. Estamos tan centrados en nosotros mismos que perdemos de vista la recomendación de este texto. Pero esto hay que cambiarlo, porque fuimos creados para exaltar la gloria de Dios.
Cada acción en mi vida debe ser para la gloria de Dios. Como el contexto de este pasaje nos habla de la libertad del creyente, de comer o no la carne sacrificada los ídolos, el texto sugiere el impacto que producen mis decisiones para el reino de Dios, sean buenos o malos. Esto significa que mis comidas, diversiones, la manera cómo me visto y cómo ando debe ser para la gloria de Dios, no para la mía. Mi libertad debe estar acondicionada por la gloria de Dios.
LA GLORIA DE DIOS EN LA IGLESIA
“A él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos Amén” (Efesios 3:21).
El otro lugar dejado por Dios para manifestar su gloria es en la iglesia. Cuando Cristo murió el velo del templo se rasgó, abriendo el camino a la gloria de Dios, al lugar santísimo, a la misma presencia de Dios. Pedro nos habla de un reino de sacerdotes con este acceso directo al Padre, lo cual era imposible en la AT.
A esa gloria solo tenía acceso el gran sumo sacerdote y una vez por año, pero ahora todos nosotros tenemos según lo dicho por el mismo Pedro (1 Pedro 2:9) No en vano la Biblia nos habla de la muerte de Cristo por la iglesia, con el propósito de presentársela a sí mismo como una iglesia “gloriosa, sin mancha y sin arrugas” (Efesios 5:27). Es verdad que ahora la iglesia atraviesa la etapa de sus imperfecciones, por quienes la componemos con sus luchas y debilidades, pero en la visión de Cristo ya existe una iglesia gloriosa.
Es más, para Cristo hay una Novia ataviada para su marido la cual pronto se convertirá en su Esposa. De allí pues, que el privilegio más grande para una persona es ser parte de la iglesia, como cuerpo de Cristo.
Un creyente sin iglesia es un medio creyente. La iglesia es el lugar donde los redimidos tenemos la oportunidad de servir al que está sentado en el trono y al Cordero a través de nuestros por la sangre de Cristo usan sus dones y talentos, y ponen toda su vida al servicio del Señor. De esta manera, lo que hacemos en la iglesia debe tener el sello de la excelencia, porque a través de esto estamos trayendo gloria a su bendito y único nombre.
LA GLORIA DE DIOS QUE NOS ESPERA
“Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios” (Apocalipsis 21:10-11).
Nosotros los pastores cuando iniciamos un funeral, y enterramos a alguien, echamos polvo sobre el ataúd, y repetimos estas palabras: “Polvo al polvo y cenizas a las cenizas”. Con estas palabras confirmamos de dónde venimos y a dónde regresamos; pero esa no es la verdad completa para un hijo de Dios.
Ciertamente nuestro cuerpo va al polvo, y se convierte en ceniza, pero de allí seremos levantados con un cuerpo glorificado para disfrutar de la gloria eximia que nos espera. Hay una ciudad poseedora de la gloria de Dios. ¿Y cómo será esa gloria? Juan ve al Señor su Dios en medio del tabernáculo con su pueblo secando sus lágrimas. Cuando el Señor seca las lágrimas ya no habrá más muerte, ni llanto, ni dolor, ni clamor.
Ese enemigo llamado muerte ya ha sido destruido, porque quien está con ellos en ese tabernáculo la ha enfrentado, la ha vencido y ahora él es la primicia de nuestra futura resurrección. La gloria de Dios ahora está en la Nueva Jerusalén, y toda su construcción es un reflejo de gloria. Y la promesa de esa gloria es porque Dios hace “nuevas todas las cosas”; esto es la recreación de todo lo viejo. Además, el Señor le dice a Juan: “Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas” v. 5. Cada época iba a saber de esas verdaderas promesas.
Juan tuvo el privilegio de ver la Nueva Jerusalén con la gloria de Dios en ella, ¡qué espectacular visión es esta del último capítulo de la Biblia! (Apocalipsis 21:12-14, 22-27). Atrás quedó la polvorienta y vieja ciudad de Jerusalén. La nueva ciudad está adornada como una novia con la gloria de Dios, y los materiales de su construcción son una calidad excelsa (v.18-21. Si todo esto es un símbolo, imagínese cómo será todo lo real. Bendita sea la gloria que nos espera.
Una de las cosas sorprendentes de la Nueva Jerusalén con la gloria de Dios, es que en ella no habrá templo. ¿Cómo imaginarnos en el cielo sin que haya un templo? Para un judío esto era inconcebible, porque para ellos el templo fue el lugar más sagrado, para encontrarse con Dios. Y ¿por qué no vio ningún templo? Porque su Dios y el Cordero son el templo mismo.
El templo es una manifestación externa como un símbolo, pero ese símbolo ahora está siendo reemplazado por una realidad eterna. Y allí tampoco habrá ni sol ni luna “porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” v. 23. Y por cuanto ahora nos preparamos para vivir en esa eterna gloria, en medio de luchas, pruebas, tentaciones y desánimo,
Pablo nos exhorta, diciendo: “Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2ª Corintios 4:16-18).