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¿Qué Hacer en medio de la Tormenta?

Hay momentos en que todo se ve oscuro. Miras alrededor y sólo ves sombras. No hay luz por ningún lado. Es el caos. Da la impresión de ser un túnel sin salida o un pozo sin fondo. Deudas, desempleo, dificulta­des familiares, depresión, en fin, dan ganas de acostarse a dormir y no despertar más. En esos momentos, el incidente que vivieron Jesús y sus discípulos en el mar de Galilea sin duda otorga la certeza de que el dolor pasará y mañana será un nuevo día.

El relato bíblico comienza diciendo que después de ha­ber despedido a la multitud, Jesús se retiró aparte, y cuando llegó la noche estaba solo. ¿De dónde provenía el poder que Jesús mostraba en su vida y en las obras prodigiosas que realizaba? Por favor, no digas que él tenía poder porque era Dios. Claro que era Dios. Plenamente Dios y plenamente hombre. En ningún momento perdió sus poderes divinos ni los atributos inherentes a su naturaleza de Dios. Pero cuando el Hijo vino a esta tierra, estableció un pacto de amor con el Padre, según el cual nunca usaría sus poderes divinos sin el consentimiento del Padre. Por lo tanto, el poder de su vida y sus milagros no provenían del hecho de ser Dios, sino de su constante comunión con su Padre. Por eso, cuando todos se iban a dormir, él se arrodillaba y pasaba horas hablando con Dios.

Al día siguiente, Jesús descendió al valle lleno de per­sonas sufrientes, enfermas y desesperadas, con poder para confortar, curar y transformar vidas. El enemigo podía soltar contra él toda su ira, intentando destruirlo con toda clase de tentaciones, pero Jesús siempre vencía.

Jesús vino a esta tierra no solamente a enseñarnos que debemos vivir una vida de obediencia, sino también a mos­trarnos cómo hacer para vivirla. El secreto es la comunión diaria e ininterrumpida con el Padre.

Pero mira cómo son las cosas: Jesús, que teóricamente, por ser Dios, no necesitaba orar tanto, pasaba a veces no­ches enteras orando, mientras que los discípulos, que por ser seres humanos necesitaban más de la oración, estaban en el mar conversando entre ellos.

Siempre fue así. El secreto para vivir una vida poderosa de obediencia está en la dependencia constante del poder del Padre, pero nosotros, seres humanos, no estamos in­teresados en las cosas espirituales. Somos independientes por naturaleza, nos gusta dirigir nuestro propio camino y generalmente resultamos heridos y lastimados.

Cierta vez, un joven me preguntaba: “Pastor, ¿cómo puede alguien orar tres o cuatro horas? Yo no puedo. Me arrodillo para orar y en dos minutos mi oración se acaba, ¿cuál es el problema conmigo?”

¿Sabes por qué no puedes orar por mucho tiempo? Por­que estás encarando la oración como un deber o un ritual que el cristiano debe cumplir y no como la maravillosa ex­periencia de “conversar con Dios como con un amigo”.

¿Sobre qué conversan los amigos cada vez que se en­cuentran? ¿Repiten siempre las mismas frases? ¿Repiten el mismo tema hasta el punto que uno sabe anticipadamente lo que va a decir el otro? No, no es así. Los amigos siempre tienen un nuevo tema para discutir. Nadie considera un “deber” conversar con un amigo. Por el contrario, es un pri­vilegio y un placer. “Deber” es conversar con un patrón, pero nunca con un amigo.

Tal vez aquí están los problemas de comunicación con Dios. El no quiere ser apenas un patrón. No es un Dios sentado en un trono, investigando la vida de sus criaturas. El quiere ser, por encima de todo, un Padre y Amigo. Y cuando un hijo considera un “deber” conversar con su padre, esa relación requiere ser restaurada con urgencia.

La próxima vez que te arrodilles para conversar con Dios, prueba dialogar con él como con un Padre amigo. Cuéntale tus sueños y planes, tus tristezas, encuentros y desencuentros. Abrele las cámaras más íntimas de tu co­razón, cuéntale los pensamientos más íntimos que no te animas a decírtelos ni a ti mismo, refugiate en sus brazos como un hijo indefenso, llora en su hombro. Después, al terminar, no tengas prisa. Espera un poco, intenta sentir en tu corazón el trabajo del Espíritu Santo. Sólo así estarás en condiciones de enfrentar las tormentas de la vida sin temor.

Analicemos ahora la situación de los discípulos en el mar de Galilea. Estaban en alta mar, era ya tarde en la no­che y el cielo se oscureció completamente. El texto bíblico dice que ellos estaban “cubiertos por las olas”, aparente­mente sin salida, cuando Jesús apareció para socorrerlos en la cuarta vigilia de la noche.

Los judíos en aquel tiempo dividían la noche en cuatro vigilias. De las 6.00 a las 9.00, la primera vigilia; de las a las 12.00, la segunda vigilia; de las 12.00 a las 3.00, la tercera vigilia; y de las 3.00 a las 6.00, la cuarta vigilia. ¿Qué hora piensas que era cuando apareció Jesús? Debe haber sido más o menos las 5.00 de la mañana, ¿sabes por qué? Porque el momento más oscuro de la noche es pocos minutos antes de la salida del sol. Por otro lado, aquellos discípulos eran hombres de mar, expertos pescadores. No se asustaban por una simple tormenta. Imagino que a las de la noche, cuando la tormenta comenzó, ellos no se amedrentaron. El agua entraba en la embarcación pero ellos la sacaban inmediatamente. No obstante las horas pasaban y la tormenta no cedía. A la medianoche, la situación se ponía seria, pero aún tenían el control de las cosas. Sin embargo, el tiempo seguía pasando, 2, 3, 4 de la mañana. ¿Sabes? Tú puedes resistir las dificultades de la vida hoy y mañana. Puedes enfrentarlas con vigor por un año o dos, pero si eres un ser humano normal, llegarás a experimentar momentos de desánimo y debilidad. Eso fue lo que sucedió con los discípulos. En la cuarta vigilia, en el momento más oscuro de la noche, sin más fuerzas para luchar, cansados, extenuados y después de haber pasado la noche entera sin dormir, se entregaron a las circunstancias. En medio de aquella tormenta no se veía la luz, no había salida y, precisamente ahí fue cuando apareció Jesús.

El siempre aparece en la cuarta vigilia de nuestras vidas. Por lo tanto, si estás viviendo uno de aquellos momentos en que parece que ya no hay más fuerzas, si ya has hecho todo para salvar tu matrimonio o sacar a tus hijos de la triste situación en la que se encuentran, si ves la ola de deudas cubriendo la empresa por la cual luchaste toda tu vida, y estás aparentemente sin salida; alégrate amigo, porque Jesús está por aparecer en cualquier momento. El siempre aparece en el momento más oscuro.

Pero, ¿por qué?, ¿por qué permite que yo llegue al límite de mis fuerzas? Porque cuando tengo fuerzas generalmente no le doy lugar a Jesús y prefiero luchar solo. ¿Para qué recurrir a Jesús si existen las compañías financieras? ¿Para qué ir a Jesús si aún tengo salud y vida? ¿Pero qué ha­cer cuando todas esas puertas se cierran? ¿Qué hacer cuando la tormenta dura toda la noche y comienzo a sentir miedo? Es solamente en la fragilidad total del ser humano cuando Jesús puede obrar.

Las cosas funcionan del mismo modo en la vida es­piritual. A veces queremos ser victoriosos confiando en nuestras propias fuerzas. Luchamos en base a nuestra moralidad y disciplina propia. Prometemos, decidimos, y nuestras promesas no pasan de ser castillos de arena que se derrumban al primer soplo. Los años pasan y un día llega el desánimo. Podemos fingir, aparentar, simular, pero no podemos huir ni de Dios ni de nosotros mismos, y allí caemos arrodillados y clamamos: “Señor, hazlo tú por mí, porque yo no tengo más fuerzas para luchar solo”. En aquel momento, en la cuarta vigilia, cuando pensamos que nunca lo conseguiremos, Jesús completa la obra de salvación que un día inició en nuestras vidas.

El apóstol Pablo ilustra de manera dramática la lucha espiritual del ser humano. “Crucifica al viejo hombre”, aconseja. Muy bien, toma un martillo y clavos y trata de crucificarte solo. Podrás clavar tus pies y tal vez una de tus manos, ¿pero como clavas la mano que queda? Podrás pasar toda la vida intentándolo y nunca lo conseguirás, y en la cuarta vigilia de tu vida, si pides ayuda, Jesús aparecerá y terminará la obra.

En otra ocasión, Pablo ilustró la lucha del cristiano diciendo que debemos ser “sepultados”. Pues bien, in­tenta sepultarte a ti mismo. Una y otra vez, a lo largo de toda la vida, intentarás hacerlo y no lo conseguirás, pero si estás cansado de luchar solo, clama a Jesús, él vendrá y hará lo que tú nunca fuiste capaz de hacer por tus propias fuerzas.

Espero que cuando Jesús aparezca tú estés preparado para recibirlo, porque los discípulos no lo estaban. Jesús venía a salvarlos y ellos gritaron asustados: “Es un fantas­ma”. No sé cómo esperaban ellos que Jesús apareciese en sus vidas, lo que sí sé es que nunca imaginaron que Jesús llegaría caminando sobre el agua. Sólo que Jesús no aparece como nosotros creemos que debe aparecer, sino como él, en su sabiduría sabe que debe hacerlo. Tal vez nunca entendere­mos sus planes pero podemos saber que lo que él hace es para bien de sus hijos.

Tal vez para mí sea muy fácil decir esto, porque por el momento disfruto de buena salud y de las bendiciones de Dios que son abundantes en mi vida, pero me imagino un cuadro como éste. Mi hijo sufre un accidente y el médico me llama aparte, coloca su brazo en mi hombro y me dice: “Pastor, sólo un milagro puede salvar a su hijo”. Inmediatamente me arrodillo y paso horas en oración. Oro con fe. Estoy pasando el momento más oscuro de mi vida y tengo la certeza de que Dios no me fallará. “Señor, salva a mi hijo”, oro con lágrimas. A la mañana siguiente, corro hacia el hospital y en el pasillo encuentro al médico que con tristeza me dice: “hicimos lo que pudimos, pero su hijo murió”. En el momento más oscuro de mi vida clamé al Señor y mi pregunta es: ¿apareció él, o no? Yo quería que apareciese en la forma de la recuperación de la salud de mi hijo, pero él murió. ¿Atendió Jesús mi súplica de padre angustiado? ¿Puedo ver a Jesús a través de las lágrimas? ¿Puedo distinguirlo al lado del cadáver de mi hijo?

Clamar a Jesús es muy fácil. Lo difícil es aceptar su respuesta. A veces, cuando no responde como queremos, pensamos que es un “fantasma”. No conseguimos divisarlo a través de las circunstancias adversas, queremos las res­ puestas ahora, aquí, y de la manera que nosotros creemos que es la mejor.

Pero Jesús apareció en la vida de sus discípulos sobera­no como él es, “andando sobre las aguas”. Allí fue donde brilló la figura del discípulo Pedro. “Señor —dijo—, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. Y Jesús le dijo: “Ven”. El siempre está diciéndonos “ven”. Siempre está intentando sacarnos del materialismo, de las cosas que vemos para transportarnos hacia las cosas invisibles a los ojos humanos que sólo pueden ser percibidas por la fe.

La vida cristiana es un camino de fe. Si no, ¿cómo guar­dar el sábado* cuando todo el mundo guarda el domingo? ¿Cómo devolver a Dios la décima parte de nuestras ganan­cias cuando ni el total nos alcanza para vivir? ¿Cómo conser­var la pureza en el mundo cuando ser puro es sinónimo de ser ingenuo, y cómo ser honesto cuando la honestidad es confundida con la estupidez? Pero justamente es a esa dimensión maravillosa de fe donde el Señor quiere llevar a sus hijos. Por eso le dijo a Pedro: “Ven”. Y Pedro dejó de lado sus cálculos humanos, su razonamiento científico, fue en contra de todas las leyes físicas y caminó sobre las aguas. Este era un milagro, y los milagros no tienen explicación. Los milagros quebrantan las leyes físicas. Según la ley física, Pedro debería hundirse, pero de acuerdo a los principios inexplicables de la fe, caminó sobre las aguas, quebró las leyes naturales e hizo aquello que humanamente era imposible.

¿Por casualidad te toca hacer algo en tu vida que a los ojos humanos parece imposible? ¿Es imposible dejar de fumar o abandonar las drogas? Tú sabes que te están destruyendo. ¿Has intentado dejar todo eso, has hecho todo lo que tus fuerzas te permitieron, pero sin éxito? Bueno, ¿qué tal si prue­bas, en este momento, oír la voz divina que te dice: “ven”, sal de tu fracaso, deja la mediocridad, desecha los prejuicios, abandona los temores y ven al encuentro de Jesús?

En cierta ocasión, vino a verme una mujer que le era in­fiel a su esposo. Luchaba inútilmente contra un sentimiento que parecía ser imposible de vencer. Prometía mil veces que todo cambiaría, pero sus promesas duraban poco. Cuando vino a hablar conmigo, estaba prácticamente resignada y aceptaba la derrota como algo inevitable.

“¿Por qué no dejas todo en las manos de Dios?”, —le pregunté, y ella casi desesperada me respondió: “Ya lo hice pastor, pero no dio resultado”. “¿Cuánto tiempo pasas con Dios cada día en oración y leyendo la Biblia?” continué, y confirmando lo que ya suponía, respondió: “Ah pastor, ya no tengo ganas de orar ni de leer la Biblia”.

¿Qué significa para ti dejar todo en manos de Dios? ¿Cómo puede alguien pensar que está confiando y fijando sus ojos en Jesús, si no pasa tiempo con él? Es fácil confun­dir entrega con mediocridad espiritual. Entrega significa mirar a Jesús y decir: “Señor, no tengo fuerzas para vencer este o aquel hábito, no logro cumplir mis promesas, no puedo, y porque no puedo por mí mismo, vengo a ti y paso horas hablando contigo y contándote acerca de mi insuficiencia”. Entrega, mi amigo, no es simplemente can­tar un himno de vez en cuando, orar cinco minutos por día o ir alguna que otra vez a la iglesia. Eso no pasa de ser mediocridad espiritual. No es así que se mira a Cristo y no es de ese modo que conseguirás realizar lo imposible.

Pedro fijó sus ojos en Jesús y logró caminar sobre las aguas. ¿Cómo puedes fijar los ojos en Cristo y vencer el mar de dificultades? Primero, separa tiempo cada día para conversar con Dios. Abrele tu corazón y cuéntale quién eres tú, qué estás sintiendo, cuáles son tus luchas diarias. En segundo lugar, abre cada día la Biblia y aliméntate de la Palabra de Dios. Lleva al Libro Sagrado a la primera persona del singular. Aplica cada versículo leído a tus necesidades presentes. Coloca tu vida en las páginas de la Biblia. Cuando leas sobre Daniel, tú serás Daniel. Imagínate en la corte del rey de Babilonia luchando por tu fe, y trae la historia hacia el presente. ¿Cuál es la corte que tú debes enfrentar hoy? En fin, no leas la Biblia como si fuese apenas un deber cristiano, léela como la carta de amor que Jesús dejó para ti.

La tercera manera de fijar los ojos en Cristo es conser­vando siempre música cristiana en el corazón. La música es uno de los mejores instrumentos que existen para grabar mensajes. Las grandes marcas comerciales usan la música en las propagandas para fijar los mensajes de sus productos en la mente humana. El enemigo de Dios también usa la música para colocar en la mente mensajes de promiscuidad, homosexualidad, amor barato, destrucción de los princi­pios y ridiculización de los valores espirituales. Por lo tanto, oye himnos que hablen del amor de Jesús y del poder que él tiene para transformar vidas, repite la letra a lo largo del día, cuando viajas o haces cualquier cosa, y graba de esta manera los mensajes edificantes en tu vida.

La cuarta manera de conservar los ojos fijos en Cristo es participar de los cultos de la iglesia. Reúnete con otros cristianos, canten y oren juntos. Sean alimentados por el estudio de la Palabra de Dios y comprométete con la vida y las actividades de la iglesia. Por más que sientas que siempre oyes las mismas palabras, vuelve. A pesar de que a veces notas incoherencias en la vida de algunos cristianos, sigue participando de las reuniones y crecerás en tu fe.

El quinto consejo para mantener los ojos fijos en Cristo es tal vez el más desatendido. Muchos cristianos limitan su vida devocional a la oración, a la Biblia, a cánticos espiritua­les y de la iglesia, pero nada más. No dedican tiempo para contar a otros las maravillas que Jesús hace en sus vidas, y está comprobado que el cristiano que no testifica, tarde o temprano pierde las ganas de orar y de leer la Biblia, y consecuentemente, debilita su vida espiritual.

Testificar no es una opción. Es una necesidad. Si tú me dices: “estoy vivo, pero no respiro”, tendré mucha dificul­tad en creerte. Y si tú afirmas: “soy un cristiano pero no testifico”, es igualmente difícil de comprender, porque no existe un cristianismo sano en la vida de la persona que no le cuenta a otros acerca del amor de Jesús.

El testimonio diario crea en ti la necesidad de buscar a Jesús a través de la oración y del estudio de la Biblia. El testimonio es el preservativo de la experiencia espiritual.

Si guardas en una lata duraznos con agua, después de un tiempo estarán podridos. Pero si además de los duraznos y el agua, agregas un preservativo y sigues un proceso de enlatado, tendrás siempre una deliciosa compota.

Pedro fijó sus ojos en Cristo y fue capaz de caminar sobre las aguas. No veamos aquel incidente como una historia más. Puede ser una experiencia de vida hoy. Co­nozco personas que después de conocer a Jesús, cultivaron diariamente su vida devocional, fijaron sus ojos en Cristo, y consiguieron vencer dificultades que parecían imposibles. Personas que lucharon solas en su casa, muchas veces con­tra la voluntad del cónyuge, de los padres o de los hijos. Personas que tuvieron que abandonar empleos bien remu­nerados para seguir los principios eternos de Jesús. Personas que cuando conocieron el Evangelio eran prisioneras de vicios, traumas y complejos. Pero todas ellas, en el nombre de Jesús, “caminaron sobre las aguas” de las dificultades y lograron la victoria porque fijaron sus ojos en Cristo.

No existe nada que no puedas lograr en esta vida si crees en el maravilloso poder de Jesús y aprendes a depender de él. El gran problema del ser humano y el motivo por el cual muchos naufragan en la vida cristiana es el mismo motivo que casi llevó a Pedro al fondo del mar. Cuando todo iba bien, cometió la imprudencia de dejar de mirar a Jesús. No sé si miró hacia los lados o hacia atrás. El texto bíblico afirma que “sintiendo el viento, tuvo miedo”. El miedo es generalmente el resultado de la conciencia de soledad. Sole­dad por no tener más la capacidad de entregarse a Jesús en medio de la noche oscura. Soledad por mirar a los hombres o a las circunstancias en lugar de mirar a Jesús.

Cuando era un joven pastor, ayudé a una señorita a estu­diar la Biblia y a conocer a Jesús. Ella se acercó a Cristo a pe­sar de ser presionada por amigos y familiares y decidió bautizarse renunciando a un excelente empleo que le im­pedía ser fiel a la verdad que estaba aceptando. Su vida era una inspiración. Su amor por Cristo era conmovedor. El descubrimiento de las verdades bíblicas llenó su vida de entusiasmo, de horizontes sin fin. Pasaron los años y un día alguien me dio la noticia: “Fulana abandonó a Jesús y está fuera de la iglesia”. Oré por ella, la busqué pero no la encontré.

Era víspera de Navidad de un año cualquiera. Estaba en­trando a un gran supermercado cuando la vi. Se escondió. Fingió no reconocerme, pero le extendí la mano con una sonrisa y la saludé con alegría. Sus manos sudaban. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Intentó decir algo y no lo consiguió. Yo rompí el silencio: “ No digas nada, sólo quiero que sepas que Jesús te ama mucho”. “Ah, pastor —dijo finalmente—, mi problema no es con Jesús sino con los hombres. Me decepcionaron. La iglesia no es el lecho de rosas que yo imaginé. Hay mucha gente hipócrita que no vive el Evangelio y le gusta aparentar”. “Yo sé, linda niña, que mucha gente que dice ser cristiana nunca permitió que Jesús obrara en sus vidas, pero ¿por qué tú dejaste de mirar a Jesús? El nunca te falló ni te decepcionó. El siempre fue fiel a sus promesas y continua amándote. ¿Por qué confundes las cosas?”

A lo largo de la historia cristiana, ha habido muchos creyentes que han resultado heridos, agonizantes y hasta muertos, simplemente porque en algún momento de su experiencia quitaron sus ojos de Jesús y comenzaron a mirar la vida y los errores de los seres humanos.

Extiende en este momento las manos hacia Jesús. Clama en tu corazón. Atrévete a andar por encima de las dificul­tades. Cree en el poder que viene de Jesús. Tu fuerza no viene de la naturaleza o del sol, ni de la luna, ni del mar. Tu fuerza viene de Jesús, el creador del sol, la luna y el mar. Tu energía no viene de los astros, sino del Señor que creó los astros y los gobierna. Ese Jesús está ahí, a tu lado en este momento. ¿Por qué no le abres el corazón?

Fuente:
Pastora Elsie Vega

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