El trabajo espiritual es abrumador y los hombres son renuentes para hacerlo. La oración, la verdadera oración, significa un empleo de atención seria y de tiempo, que la carne y la sangre rechazan. Pocas personas son de fibra tan fuerte que rindan un costoso esfuerzo cuando el trabajo superficial pasa por el mercado con facilidad. Nos podemos habituar a nuestras oraciones mendicantes hasta que nos satisfagan, al menos conservamos las fórmulas decentes y aquietamos la conciencia, ¡lo que constituye un opio mortal! Podemos debilitar nuestras oraciones y no ser conscientes del peligro sino hasta que desaparecen los fundamentos. Las devociones rápidas dan por resultado una fe débil, una convicción raquítica y una piedad dudosa. Estar poco tiempo con Dios significa ser pequeño para Dios. La falta de oración hace el carácter estrecho, miserable y descuidado.
Se necesita tiempo para que Dios impregne nuestro espíritu. Las devociones cortas rompen el canal de la gracia de Dios. Se requiere tiempo para obtener la revelación plena de Dios. La poca dedicación y la prisa echan un borrón al cuadro. H. Martyn se lamenta de que la «falta de lectura privada devocional y la escasa oración por dedicarse a incesante confección de sermones», ha producido un alejamiento entre Dios y su alma. Consideraba él mismo que había ocupado demasiado tiempo en las ministraciones públicas y demasiado poco en la comunión «privada» con Dios. Sintió la necesidad de apartar de su tiempo para el ayuno y para la oración solemne. Como resultado de esto da el siguiente relato: «En esta mañana fui ayudado para orar dos horas». William Wilberforce, el Par de reyes, dice: «Debo apartar más tiempo para la devoción privada. He vivido demasiado consagrado al público. El acortar las devociones privadas extenúa el alma, la debilita y desalienta. He estado ocupado hasta muy entrada la noche.» De un fracaso en el Parlamento, dice: «Dejadme decirles mi pena y vergüenza, pues todo probablemente se debe a que mis devociones han sido reducidas y Dios me ha dejado tropezar.» Más soledad en las primeras horas del día, fue su remedio.
a oración extensa en las horas tempranas del día obra mágicamente para reavivar y vigorizar una vida espiritual decaída; también se manifestará en una vida santa, que ha venido a ser algo tan raro y tan difícil debido a lo limitado y rápido de nuestras devociones. Un carácter cristiano en su dulce y apacible fragancia no sería una herencia tan extraordinaria e inesperada si nuestras devociones se prolongaran y se intensificaran. Vivimos con estrechez porque oramos escasamente.
Con bastante tiempo en nuestros oratorios habrá grosura en la vida. Nuestra habilidad para hablar con Dios en la comunión con él es la medida de nuestra habilidad para continuar en su compañía en las demás horas del día. Las visitas rápidas engañan y defraudan. No sólo son ilusorias sino que también nos causan pérdidas en muchos sentidos y de muchos ricos legados. De la permanencia en el oratorio derivamos instrucción y triunfo. Salimos con nuevas enseñanzas y las grandes victorias son a menudo el resultado de grande y paciente espera, hasta que las palabras y los planes se agotan y la silenciosa y paciente vigila gana la corona.
Jesucristo dice con un decidido énfasis: «¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche?» La oración es la ocupación más importante y para dedicarnos a ella deber haber calma, tiempo y propósito; de otra manera se degrada hasta hacerse pequeña y mezquina. La verdadera oración obtiene los más grandes resultados para el bien, mientras que los efectos de la oración pobre son de poca consideración. No podemos medir los alcances de la verdadera oración; ni las deficiencias de su imitación. Necesitamos volver a aprender el valor de la oración, entrar de nuevo en la escuela de la oración. No hay otra materia cuyo conocimiento cueste tanto trabajo y, si queremos aprender el maravilloso arte, no debemos conformarnos con fragmentos aquí y allí con «una corta plática con Jesús», sino demandar y retener con puño de acero las mejores horas del día para Dios y para nuestras devociones, o no habrá oración digna de este nombre.
Sin embargo nuestra época no se distingue por la oración. Hay pocos hombres que oran. La oración es desacreditada por el predicador. En estos tiempos de precipitación y ruido de electricidad y vapor, los hombres no se dan tiempo para orar. Hay predicadores que «dicen oraciones» como una parte de su programa, en ocasiones regulares o fijas; pero ¿quién «se despierta para asirse de Dios?» ¿Quién ora como Jacob oró, hasta que se le corona como un príncipe intercesor que prevalece? ¿Quién ora como Elías oró, hasta que las fuerzas cerradas de la naturaleza se abrieron y la tierra azotada por el hambre floreció como el jardín de Dios?
¿Quién ora como Jesucristo oró en el monte «y pasó la noche orando a Dios?» Los apóstoles «persistieron en la oración», tarea la más difícil para los hombres y aún para los predicadores.
Hay laicos que dan su dinero –algunos de ellos en gran abundancia– pero no se dan ellos mismos a la oración, sin la cual su dinero es una maldición. Hay multitud de ministros que predican y desarrollan grandes y elocuentes sermones sobre la necesidad de un avivamiento y de que el reino de Dios se extienda, pero no hay muchos que hagan oraciones, sin las cuales la predicación y la organización son peores que vanas; esto ha quedado fuera de moda, casi es un arte perdido; por tanto, el hombre que pueda hacer que los predicadores y la iglesia vuelvan a la oración será el más grande benefactor de nuestra época.