
Los seres humanos no fuimos creados para vivir bajo el peso de la humillación o el maltrato. Estas experiencias hieren profundamente, dejando cicatrices en el corazón. Cuando somos ofendidos, es común sentirnos menospreciados o indignos. Sin embargo, al mirar la vida de Aquel que dejó Su gloria para librarnos de las cadenas de nuestras pasiones, descubrimos que nuestro Señor Jesucristo soportó desprecio, rechazo y ultraje.
Él, siendo el Rey de reyes, no solo enseñó sobre el perdón, sino que lo vivió hasta las últimas consecuencias. Ante las ofensas, no respondió con venganza, aunque tenía el poder para hacerlo. En cambio, pronunció las palabras más revolucionarias de amor: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23-34). Y nos enseñó que el perdón no es un acto aislado, sino un estilo de vida: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mateo 18-22).
A veces pensamos que perdonar es solo una opción, pero en la Palabra de Dios se nos presenta como un mandato. La razón es clara: hemos sido perdonados por un Dios santo, y por lo tanto, también debemos perdonar. Negarnos a hacerlo endurece nuestro corazón, debilita nuestra comunión con Dios y hasta puede cerrar las puertas a Sus bendiciones.
Perdonar no significa justificar el mal, sino liberarnos del veneno del rencor. Es entregar a Dios el derecho de juzgar y dejar que Él sane las heridas más profundas. Cada vez que obedecemos este mandato, recibimos paz, libertad y una nueva capacidad para amar.
Hoy te invito a examinar tu corazón: ¿Hay alguien a quien aún no has perdonado? No pospongas más este paso. El perdón abre la puerta para que experimentes el abrazo de Dios, ese consuelo que restaura y renueva. Recuerda: perdonar no sólo sana al ofensor ante Dios, también sana tu propia alma.