El Señor Jesucristo sabía de lo que estaba hablando cuando les instruyó a sus discípulos a siempre orar «hágase tu voluntad». Toda su vida fue una expresión de una voluntad totalmente sometida a la voluntad mayor del Padre. En una ocasión declaró gráficamente: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). La identidad total de Jesús estaba sumida en su sujeción absoluta a la voluntad del Padre. Su venida al mundo había sido en obediencia al deseo de Dios de que él sirviera como un sacrificio santo para la redención del mundo.
Cuando llegó el momento de subir a la cruz, el Señor experimentó la angustia más profunda y embargadora que se pueda imaginar. El sabía que al obedecer la voluntad de Dios, tendría que ingerir el trago más amargo que nadie hubiera ingerido jamás. Sin embargo, luego de pedirle al Padre que lo eximiera de ese trago tan amargo, declaró: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
El poder de Jesucristo residía, paradójicamente, en su sujeción total a la voluntad de su Padre. Al humillarse y rendirse totalmente a Él, recibió poder absoluto, y “un Nombre que es sobre todo nombre” (Filipenses 2:9).
Pablo nos aconseja que cultivemos “el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5). Ese “sentir” se refiere a la actitud totalmente sujeta y obediente de Jesús, el cual “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (v. 8). Nosotros también debemos orar con cada latido de nuestro corazón, “hágase tu voluntad”. La totalidad de nuestra vida debe ser un continuo someternos a la voluntad y las preferencias de nuestro Padre celestial. Al hacer esto, alcanzaremos la verdadera grandeza espiritual, recibiremos el poder de Dios en nuestras vidas, y estaremos en íntima comunión con el espíritu de Jesucristo, que alcanzó un máximo nivel de entrega y sujeción a la voluntad de su Padre.
Aun cuando Dios traiga circunstancias y situaciones a nuestra vida contrarias a lo que esperamos o deseamos, nuestra petición final debe ser también, “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
“Señor, que se cumpla tu voluntad perfecta en mi vida, y que reciba yo la gracia suficiente para acatarla gustosamente, sabiendo que todo lo que viene de ti, aunque sea doloroso, es bueno y perfecto, y para mi bien”. Amén.