La oración, como la fe, no es sólo para sacarnos de los aprietos y las crisis. La oración debe bañar y saturar todo lo que hacemos. Es la bandera que va delante, encabezando todos nuestros esfuerzos. Debe ser el antes y el después de todas nuestras visiones y proyectos. Es el elemento que debe fundamentar y puntualizar todos los eventos y actividades de nuestro día. Martín Lutero declaró: “Tengo tanto que hacer, que debo pasar las primeras tres horas de cada día en oración”.
Yo creo mucho en la oración preventiva. La mayoría de los cristianos pasamos demasiado tiempo orando para remediar, en vez de invertir nuestras mejores energías acolchonando y fortaleciendo los cimientos de nuestra vida con oraciones proactivas, que nutran y vivifiquen los diferentes aspectos de nuestra existencia.
No esperes a que el diablo esté a la puerta para destruirte, para entonces comenzar a orar. Ora continuamente para mantenerlo neutralizado, para forrar tu vida preventivamente contra sus ataques.
El mejor tiempo para orar es cuando todo está bien, cuando no hay nubes en el cielo y el corazón está tranquilo y en paz. En esos tiempos de quietud y aun de prosperidad, como José en Egipto, atesora oraciones en el cielo para cuando venga el día malo de la sequía y la carencia. Llénate de tal vitalidad y poder; cubre todas las ventanas y puertas de tu vida de tal manera que el Enemigo, cuando emprenda el ataque y pretenda lanzar sus dardos de fuego hacia el interior de tu morada, encuentre tu casa blindada y protegida por los muros del Cielo, erigidos ladrillo a ladrillo por tu oración persistente.