
Una de las actitudes más nobles del ser humano es el arrepentimiento sincero. Por eso el cielo se desborda de gozo cuando un pecador se arrepiente (Lc 15:7).
A lo largo de las Escrituras encontramos a personas que mostraron un arrepentimiento genuino. Por ejemplo, el Salmo 51 es conocido como un salmo penitencial o una oración de arrepentimiento porque contiene confesiones que apelan a la misericordia y la restauración de Dios.
El rey David escribió esta oración después de que el profeta Natán lo confrontara tras cometer adulterio con Betsabé y por ordenar la muerte de su esposo, Urías el hitita(2 S 11-12).
Los creyentes han usado esta oración como modelo de confesión por pecados, lo cual es apropiado. Sin embargo, hay una petición en particular en este salmo que debe entenderse en su contexto: «No quites de mí Tu Santo Espíritu» (Sal 51:11b).
Esta súplica era adecuada en el Antiguo Testamento, pero no corresponde a la realidad del creyente en Cristo bajo el nuevo pacto. Si has creído el evangelio genuinamente, no necesitas pedirle esto a Dios. Lejos de ser motivo de alarma o controversia doctrinal, esto debe llenar de gozo y confianza a los hijos de Dios. Veamos por qué:
1) Los profetas anticiparon que el Espíritu se derramaría en todo el pueblo de Dios
En el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo descendía sobre ciertas personas para ayudarlas en las tareas ministeriales que les asignaba.
Por ejemplo, Bezaleel fue dotado del Espíritu para construir y decorar el tabernáculo (Éx 31:3); Gedeón y Sansón fueron fortalecidos para liderar y liberar a Israel (Jue 6:34; 13:25); Saúl y David fueron llenos del Espíritu para reinar (1 S 10:6,10; 16:13); los profetas fueron inspirados por el Espíritu para comunicar la Palabra de Dios (Ez 2:2; cp. 2 P 1:21).
Por lo anterior, podemos concluir que en el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo actuaba solo sobre algunas personas elegidas por Dios en momentos clave y siempre en el contexto de una asignación ministerial específica, como sucedió con los profetas, los jueces y algunos reyes.
Sin embargo, varios profetas anticiparon un cambio fundamental en la obra del Espíritu Santo, el cual vendría sobre toda persona que formara parte del pueblo de Dios.
El profeta Isaías registró lo que Dios prometió a Su pueblo: «Derramaré Mi Espíritu sobre tu posteridad, / Y Mi bendición sobre tus descendientes» (Is 44:3b). El profeta Ezequiel señaló: «Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos» (Ez 36:27). En el libro de Zacarías, Dios dijo: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén, el Espíritu de gracia y de súplica» (Zac 12:10a).
Aunque estos tres casos hablan del pueblo de Israel, es importante comprender que son indicadores de un cambio en el ministerio del Espíritu Santo, quien pasaría de manifestarse solo en la vida de los siervos de Dios a todo Su pueblo.
Asimismo, el profeta Joel anticipó esta manifestación para el pueblo de Israel (Jl 2:28-32). Más adelante, durante el Pentecostés, el apóstol Pedro ratificó que la promesa del profeta Joel no solo se estaba cumpliendo en los judíos creyentes, sino también en los gentiles creyentes (Hch 2:14-18).
Desde entonces, el Espíritu llega a la vida de toda persona en el momento en que es salvada en Cristo. Por eso más adelante el apóstol Pedro también afirmó: «Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios» (1 P 2:9).
De este texto se desprende la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes. De manera que, el Espíritu Santo viene a todo creyente y lo capacita para el servicio a Dios y no existe una élite que lo posea de manera exclusiva.
El derramamiento del Espíritu Santo en todos los creyentes en Pentecostés marcó el cambio en el ministerio del Espíritu que pasó de derramarse solo en los siervos de Dios en el Antiguo Testamento a todos los creyentes en el Nuevo Testamento (p ej., Hch 2:14).
2) El Nuevo Testamento enseña la permanencia del Espíritu Santo
Los personajes del Nuevo Testamento enseñaron que el Espíritu Santo vendría al pueblo de Dios para quedarse de forma permanente.
Jesucristo enseñó claramente sobre la venida y permanencia del Espíritu Santo con los creyentes. El derramamiento del Espíritu Santo sobre Jesucristo durante Su bautismo se ubica entre las profecías del Antiguo Testamento y el cumplimiento del derramamiento del Espíritu en el pueblo de Dios.
Este hecho es esencial, ya que en el plan eterno de Dios se contempló la llegada del Espíritu Santo a la vida de Cristo, quien sopló Su Espíritu a Sus discípulos después de Su resurrección y antes de ascender al cielo (Jn 20:22), pero Él prometió la llegada del Espíritu Santo a todos los creyentes.
Entonces Yo rogaré al Padre, y Él les dará otro Consolador para que esté con ustedes para siempre; es decir, el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque ni lo ve ni lo conoce, pero ustedes sí lo conocen porque mora con ustedes y estará en ustedes (Jn 14:16-17, énfasis añadido).
En su sermón de Pentecostés, el apóstol Pedro afirmó que el Espíritu Santo llegaría a todos los creyentes.
Entonces Pedro les dijo: «Arrepiéntanse y sean bautizados cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados, y recibirán el don del Espíritu Santo. Porque la promesa es para ustedes y para sus hijos y para todos los que están lejos, para tantos como el Señor nuestro Dios llame» (Hch 2:38-39).
Las palabras del apóstol nos llevan a inferir que esta promesa se cumple de manera permanente.
El apóstol Pablo habla de la obra del Espíritu Santo en el creyente como crucial y permanente. Los ministerios del Espíritu Santo son las actividades que Él desarrolla en los creyentes. El Espíritu Santo es nuestro guía (Jn 16:13), consolador (Jn 14:26), capacitador (2 Co 1:21-22) y quien nos impartió dones (1 Co 12:11).
El pecado no rompe la unión con Dios, pero sí puede interrumpir nuestra comunión con Él
Quizás el mayor indicador de Su presencia permanente es que el Espíritu Santo es nuestra garantía «hasta que llegue la redención final del pueblo adquirido por Dios, para alabanza de su gloria» (Ef 1:14, NVI; cp. 2 Co 1:21-22; 5:5).
Pero… ¿qué pasa con el Espíritu Santo cuando pecamos?
Alguien podría argumentar que, aunque es cierto que Dios ha derramado Su Espíritu en todos los creyentes hasta que lleguemos al cielo, aún se aparta por un tiempo cuando pecamos y no nos arrepentimos. Esa sería la experiencia que David plasma en el Salmo 51.
Sin embargo, en el contexto del Nuevo Testamento, el Espíritu Santo no abandona al creyente cuando peca, aunque sí se afecta la comunión con Él. Es decir, aunque la presencia del Espíritu en nosotros es permanente, nuestra relación con Él puede verse afectada por el pecado.
Un texto que afirma la presencia permanente del Espíritu Santo es Efesios 4:30: «Y no entristezcan al Espíritu Santo de Dios, por el cual fueron sellados para el día de la redención». Aquí Pablo no habla de perder al Espíritu, sino de entristecerlo. Eso implica una pérdida de sensibilidad a la presencia del Espíritu Santo. El pecado no rompe la unión con Dios, pero sí puede interrumpir nuestra comunión con Él.
La expresión «No apaguen el Espíritu» literalmente significa extinguir un fuego (Diccionario del griego bíblico, p. 764). Pablo está usando una imagen muy vívida: el Espíritu Santo es como un fuego que puede ser sofocado o apagado, si no se le permite obrar en nuestras vidas. No se refiere a perder al Espíritu (lo cual iría contra pasajes como Efesios 1:13-14 y Juan 14:16, que afirman la permanencia del Espíritu en el creyente), sino a resistir o sofocar Su obra, particularmente Su guía, convicción, dones e impulso hacia una vida santa.
Finalmente, la comunión con el Espíritu Santo se restaura por medio del arrepentimiento. Así que cuando pecamos, no necesitamos orar diciendo: «No quites de mí tu Santo Espíritu», sino más bien confesar nuestro pecado y arrepentirnos sinceramente (1 Jn 1:9), descansando en que si hemos creído el evangelio —por la gracia del Señor— podemos saber que Él nunca nos abandonará.