Rosa creyó en Dios en su juventud y fue una de las tantas personas que en Cuba después profesó incredulidad cuando la enseñanza del ateísmo científico se instauró en después de la década de los años 60. La diferencia de su historia con la de mi padre y José que narré en meditaciones anteriores, es que Rosa no esperó los últimos momentos de su vida para tomar el camino de regreso. Su decisión fue costosa y difícil, pero le permitió expresar su fe y gozar no solo de una comunión renovada y vital con su Dios, sino del compañerismo cristiano que tanto necesitaba.
Ella fue una creyente muy activa durante su adolescencia. Según contaba más tarde, esos fueron los años más felices y hermosos de su vida. Al enamorarse de un hombre incrédulo y casarse con él, se apartó de la fe y fue introduciéndose en un ambiente de incredulidad total, rechazo a la religión y especialmente a los cristianos.
Maestra de profesión, ella llegó a ser directora de una secundaria donde se destacó no solo por su capacidad y eficiencia, sino porque era dura con sus jóvenes alumnos que manifestaban ser creyentes. Se burlaba de ellos públicamente y, — ¿por qué no decirlo?— maltrataba y discriminaba a los cristianos en su escuela. Al morir tempranamente su esposo, quien la inició, fortaleció y sostuvo en el ateísmo, Rosa sintió que su vida estaba vacía y ante su propio asombro descubrió que su ataque a los cristianos era una especie de dolor y rencor oculto, porque les admiraba y se dolía de no haber sido ella capaz de mantenerse fiel.
Los recuerdos felices de su juventud en la iglesia le asaltaban y punzaban como aguijones. Un día, obedeciendo un impulso íntimo, entró llorando al templo y en unos minutos me contó su historia. Anegada en llanto escuchó la clase de la escuela dominical y volvió a consagrar su vida completamente al Señor. ¡Debo confesar que varios miembros de mi iglesia desconfiaban de ella porque conocían de sus actitudes anteriores en la escuela hacia los creyentes!
Sin embargo, su conducta posterior borró toda duda y fue recibida en la congregación. Rosa realmente había vuelto a Dios arrepentida. Disfrutó por lo tanto de momentos preciosos en su vida al regresar a la iglesia y experimentar la comunión con los hijos e hijas de Dios. El día de su bautizo fue toda una fiesta y ella experimentaba un gozo inefable. Con qué alegría llegaba en cada ocasión a las actividades de la iglesia. A pocas personas vi disfrutar con tanto agrado de mis predicaciones y enseñanzas.
La diferencia de la historia de Rosa y las narradas en meditaciones anteriores, fue que ella tomó una decisión a tiempo y pudo disfrutar de la vida cristiana abiertamente. El perdón de Dios es amplio y recibe a todo el que le busca, no importa el momento de su vida en que lo haga. La Biblia enseña que si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de todo maldad (1 Juan 1:9).
¡Dios les bendiga!