
Cuando conocí al Señor, vivía prácticamente en la iglesia. Estaba ahí casi todos los días. No digo que sea lo ideal, pero es común que los nuevos creyentes quieran estar en todo. Más de una vez escuché: «¡Deberías irte a vivir a la iglesia!».
Pero después vino una etapa muy distinta. Me sentía agotada, vacía. Dejé de asistir los domingos y me limitaba a servir los sábados con el grupo de jóvenes. Usaba eso como excusa para no congregarme más. Daba… pero no recibía. Y la verdad es que tampoco daba bien. ¿Cómo podría, si era una vasija vacía? (Jr 2:13).
Mi corazón se estaba enfriando, y mi hambre por la Palabra se apagaba. Pero Dios, rico en misericordia, me confronta. Me hizo ver que no basta con servir. Necesito ser pastoreada. No basta con decir «soy iglesia». Necesito vivir en comunión con los santos y ser alimentada espiritualmente.
A la luz de esa experiencia, estas son seis maneras en que congregarme los domingos con la iglesia local que el Señor me ha dado me ha moldeado, restaurado y sostenido.
Forma mi carácter en gracia mediante la comunión.
Sean afectuosos unos con otros con amor fraternal; con honra, dándose preferencia unos a otros (Ro 12:10).
La iglesia no es perfecta y, por eso, en ella aprendemos a amar de verdad. Congregarme me ha enseñado a ser más paciente, a perdonar más y a pedir perdón con prontitud. La comunidad pule finamente y es una de las herramientas favoritas que Dios usa para afinar el carácter.
En la iglesia, cada encuentro se convierte en parte del proceso donde Dios me forma para amar como Él ama
La escuela de gracia que es la iglesia nos llama a acercarnos con misericordia, a preferir al otro por encima de mí, a corregir con ternura, a dar sin esperar algo a cambio. Y sí, a veces hay desacuerdos, pero es justo ahí donde se cumple la Palabra: «El hierro con hierro se afila» (Pr 27:17).
En la iglesia, cada encuentro se convierte en parte del proceso donde Dios me forma para amar como Él ama: sin condiciones.
Entrena mi capacidad de escuchar.
Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan (Lc 11:28).
Vivimos rodeados de estímulos que nos distraen constantemente, por lo que estar concentrado por treinta o cuarenta minutos escuchando al predicador no es cosa sencilla. Principalmente porque a la mayoría nos encanta hablar todo el tiempo. Es más, creo que la mitad del tiempo cuando estamos congregados lo dedicamos para hablar con gente de la iglesia, y eso es bueno. Pero en primer lugar necesitamos enfocarnos en adorar al Señor y prestar atención ininterrumpida a lo que tiene para decir a Su iglesia a través de Sus siervos.
Llega ese momento y es el tiempo de cerrar la boca, resistir a la tentación de hablar y abrir el corazón a la preciosa Palabra de Dios, porque es momento de escuchar con fe. Es el momento sublime en el que se exhibe a Cristo y Su grandeza. Es Dios mismo hablando y haciéndose presente. Sencillamente, se trata de conocer y disfrutar a Jesús. No me lo quiero perder, así que quiero poner toda mi atención ahí, aunque cueste.
Me entrena para aceptar la corrección y rendir cuentas.
Porque el Señor al que ama, disciplina,
Y azota a todo el que recibe por hijo (He 12:6).
Congregarme me expone a la Palabra de verdad, no solo a mis textos favoritos o a lo que mis oídos prefieren oír. Probablemente, sola, mi corazón estaría lejos de buscar las verdades que me confrontan con mi pecado. Pero, en comunidad, esto suele ser como un disparo directo a mi necio corazón.
En medio de un mundo que con frecuencia nos bombardea poniendo al hombre como centro de todo, al congregarme entiendo que la vida no se trata de mí
También, al congregarme, práctico la cultura de rendición de cuentas, lo que no podría hacer en soledad. Esto es tan vital para nuestras vidas. La Biblia dice que los sabios reconocen la reprensión como una joya de oro (Pr 25:12). A veces me incomoda, pero siempre me santifica. En la iglesia también he aprendido que la verdad sin amor hiere, pero el amor sin verdad engaña. Los dos deben ir de la mano.
He encontrado tanta gracia al tener amigos que me aman bien, que no me dicen algo para quedar bien, sino que me dicen lo que necesito. No me exponen, pero tampoco encubren mi pecado. Me aman lo suficiente como para corregirme.
Me ejercito para servir en humildad.
Porque ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido, sino para servir (Mr 10:45).
Cuando me congrego y sirvo, se me recuerda que el verdadero servicio no se trata de buscar protagonismo, estar adelante o recibir aplausos, sino de reflejar genuinamente el amor de Cristo.
En un mundo donde todos quieren ser influencers y tener muchos seguidores, en la comunidad de la iglesia aprendo a dar sin esperar reconocimiento, a ofrecer tiempo y esfuerzo sin esperar nada a cambio y a servir sin aceptación de personas. He aprendido que es mucho más valioso el «Gracias» de mi hermana de cabello blanco que me abraza cada domingo por la enseñanza del miércoles, que mil «Me gusta» en un post de Instagram.
Necesitamos servir en la iglesia como Jesús: humilde, cercano a la gente y fiel.
Me recuerda que no soy el centro, Jesús lo es.
Él es también la cabeza del cuerpo que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, a fin de que Él tenga en todo la primacía (Col 1:18).
En medio de un mundo que con frecuencia nos bombardea poniendo al ser humano como centro de todo, al congregarme entiendo que la vida no se trata de mí, se trata de Cristo. La condición natural del ego humano se impregna desde lo que vemos, oímos y consumimos, volviéndose sutil el engaño de buscar nuestro propio placer y no el de hacer lo que glorifica a Dios.
Al congregarme, mi perspectiva se alinea con la voluntad divina y dejo de preguntarme «¿Me gustó el servicio?», para empezar a considerar «¿Fue Cristo exaltado?».
En la adoración comunitaria, dejo de contemplarme a mí y levanto mis ojos al trono. La iglesia no se reúne para entretenerse, sino para exaltar al Cordero.
. Me moldea para vivir con perspectiva eterna.
Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anuncien las virtudes de Aquel que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable (1 P 2:9).
Puede que la rutina diaria nos haga olvidar que somos parte de algo más grande, pero cada domingo, al unir mi canto al del grupo santo, al abrir la Escritura juntos, al orar unos por los otros, vuelvo a recordar que por la obra de Cristo soy parte de una historia eterna, que no comenzó conmigo y que tampoco terminará conmigo, sino que pertenezco al gran plan redentor de Dios.
En la adoración comunitaria, dejo de contemplarme a mí y levanto mis ojos al trono. La iglesia no se reúne para entretnerme, sino para exaltar al Cordero
En mi iglesia local, he tenido el privilegio de ver a mis mejores amigas desde adolescentes pasar por la universidad, graduarse, casarse e incluso llevar en su vientre la herencia del Señor. Envejecemos juntos, caminamos en diferentes etapas, pero siempre bajo la misma gracia multiforme de Dios. He encontrado una belleza profunda en no caminar en aislamiento y en ser parte de algo que no se desvanece.
Congregarme ya no es para mí solo una lista de cosas que hacer en mi fin de semana: es un regalo. Es el taller de Dios donde va puliendo las áreas que en lo secreto me cuesta ver que necesitan Su obra. Es el lugar donde dejo de estar sola y recuerdo que soy parte de algo mucho más grande: ¡El cuerpo de Cristo!
Sí, a veces me cuesta levantarme los domingos. A veces llego cansada o angustiada. Pero cada vez que llego, Él me encuentra.