
El profeta Jeremías anunció muchas veces el juicio de Dios contra los israelitas. El pueblo había sido desleal al Señor, había quebrantado el pacto y la nación entera se había corrompido. Por eso, advierte el profeta, Dios traerá a una nación pagana para castigar a Su pueblo.
Las advertencias de Dios son serias y contundentes:
Haré de Jerusalén un montón de ruinas,
Una guarida de chacales,
Y de las ciudades de Judá una desolación, sin habitante…
Los cadáveres de los hombres caerán
Como estiércol sobre la superficie del campo,
Y como gavillas tras el segador
Sin haber quien las recoja (Jr 9:11, 22).
Esta advertencia se cumplió con la llegada del Imperio babilónico, en el 586 a. C., que invadió Jerusalén, destruyó sus muros y el templo y llevó cautivos a cientos de israelitas. Dios usó a Nabucodonosor y su ejército para juzgar y castigar el pecado y la infidelidad de Su pueblo. Sin embargo, la amonestación de Jeremías continúa diciendo que el castigo del Señor se extendería a todas las naciones (vv. 25-26).
Una tendencia del corazón humano
En este contexto de juicio, Dios hace la solemne declaración por medio del profeta: «No se gloríe el sabio de su sabiduría, / Ni se gloríe el poderoso de su poder, / Ni el rico se gloríe de su riqueza» (v. 23). El mensaje expone la insensatez de confiar en las cosas que este mundo valora como centrales: las riquezas, la sabiduría o el poder. Esta confianza se hace aún más insensata cuando consideramos el inminente juicio de Dios.
Jeremías quería recordarle al pueblo de Israel que lo único que importa es conocer verdaderamente al Señor y ser salvos por Su mano. Es necio gloriarse en lo que este mundo considera como valioso y deseable, si al final todo será juzgado por Dios.
Es necio gloriarse en lo que este mundo considera como valioso y deseable, si al final todo será juzgado por Dios
Jeremías confronta esa tendencia tan humana de confiar en nuestra sabiduría, poder y riqueza. Las personas suelen obtener su seguridad, identidad y paz en el conocimiento adquirido, en las fuerzas de las que disponen y en los bienes que poseen. Se alaban y jactan por aquellas virtudes que les traen sentido de valor y esperanza según este mundo.
Lo contrario a esta forma de jactancia humana es confiar en el hecho de haber conocido al Dios de Israel. La seguridad y la paz verdadera provienen solo de una relación con el Señor. Solo el Dios que hace justicia y misericordia en la tierra provee un sentido pleno de deleite y esperanza en el alma.
Si nos vamos a gloriar, que sea en algo eterno y de valor permanente. La sabiduría humana solo puede servir para las cosas de este mundo, pero no para la salvación y la vida eterna (1 Co 1:21). Todo poder terrenal está sometido al poder divino. Todas las riquezas de este mundo se pueden perder y carecen de valor para la eternidad.
Jesús lo dijo de esta manera: «¿Qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma?» (Mt 16:26). Por eso es necio poner la confianza y el deleite en cosas sin valor trascendente, que pierden su belleza y no duran para siempre. ¡Es una necedad y un peligro!
Una gloria fuera de este mundo
A la luz de esta verdad, la solemne exhortación del profeta Jeremías resuena con mayor fuerza:
«Pero si alguien se gloría, gloríese de esto:
De que me entiende y me conoce,
Pues Yo soy el SEÑOR que hago misericordia,
Derecho y justicia en la tierra,
Porque en estas cosas me complazco», declara el SEÑOR (Jr 9:24).
Es mejor gloriarse en haber conocido al Señor. Es cierto que Dios puede darnos influencia, sabiduría y bienes en este mundo, si esa es Su voluntad, pero estas cosas también pasarán. Nuestra actitud debe ser la de humillarnos ante el Señor, darle gracias por todo lo que nos da para que disfrutemos (1 Ti 6:17) y también por todo lo que nos quita. Al final, los creyentes queremos que todo sea para Su gloria.
Solo el Dios que hace justicia y misericordia en la tierra provee un sentido pleno de deleite y esperanza en el alma
Por lo tanto, no podemos depositar nuestra esperanza y deleite supremo en los beneficios terrenales que Él nos otorga, aun cuando el mundo exalta estas virtudes como las más valiosas. Los cristianos sabemos que no merecemos nada y todo lo que recibimos es por gracia. Por lo tanto, nuestro sentido de valor e identidad debe estar fuera de este mundo: en Dios.
Nuestro verdadero deleite viene de conocer al Dios que nos salva. La verdadera paz y seguridad están en haber sido redimidos por el Señor. Él es quien mostró misericordia y justicia en la cruz del calvario. Nuestro sentido de valor descansa en todo lo que somos y tenemos en Cristo, quien murió y resucitó para darnos vida eterna. Él es nuestra gloria.