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Muertos al pecado, vivos para Dios en Cristo

La Biblia enseña que el pecado no sólo es real, sino también lleva a la muerte (1 Co 15:22) y nos separa de Dios. El pecado insulta y agravia directamente a nuestro Creador. Existen hoy varias opiniones populares sobre el pecado y todas son contrarias a la Palabra de Dios.

Unos dicen que como “el hombre es esencialmente bueno” no necesita arrepentirse, sino reformarse constantemente; otros utilizan el pretexto de la maldad generalizada en el mundo – de la cual ningún ser humano puede escapar- para vivir de manera depravada y sin control. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1.8)

Dios parte de un criterio totalmente contrario: todos nacimos pecadores (Ro 5:12-14) por tanto el pecado está en la naturaleza del ser humano, de manera que no puede desprenderse de él por su propia cuenta. En consecuencia, Dios ha provisto una solución celestial para que el hombre pecador pueda obtener perdón y salvación y se reconcilie con Él.

Aun así, una buena parte de las personas no se creen en verdad pecadores. Alegan que el infierno no existe y es sólo un estado de separación de Dios, que sus buenas obras y acciones son tan buenas, que las malas no serán causa para que Dios las tenga en cuenta y que el Eterno y Omnipotente es tan bueno y misericordioso que todo el mundo alcanzará la salvación y disfrutará de su presencia en el paraíso. Pero Dios nunca ha dicho eso.

¿Qué pasa con el creyente y el pecado? Ah, debe saber que por los méritos de Cristo y la fe que Ud. ha puesto en Él, su vieja naturaleza depravada y pecaminosa tuvo juicio y condena en la cruz del Calvario (Ro 8.1-4). Ya el pecado no tiene poder, a menos que Ud. se lo dé. Los cristianos tendremos que continuar luchando para que la carne (las pasiones y deseos de nuestra humanidad que son contrarias al propósito de redención de Dios) no prevalezca sobre su voluntad divina. Somos espirituales porque nacimos de nuevo del Espíritu de Dios y tenemos el poder (Efesios 6. 13-17, la armadura de Dios) para triunfar sobre la tentación y el pecado.

¿Cómo triunfar sobre el pecado? En primer lugar debe creer por fe, que si Ud. está en Cristo, su Espíritu lo está también y por tanto Ud. está muerto al poder del pecado. En segundo lugar, y en consecuencia, Ud. puede elegir caminar en el Espíritu y desechar toda obra de la carne. Pablo definía este concepto de la manera siguiente: “Ahora bien, las obras de la carne son evidentes, las cuales son: inmoralidad, impureza, sensualidad, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades, disensiones, herejías, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes, contra las cuales les advierto, como ya se lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gálatas 5.19-21).

Ante el pecado, el oído de Dios está atento a la confesión y arrepentimiento. Él oirá y restaurará la comunión que se interrumpió por su pecado. Su paternidad quedará intacta. Su pecado no le quitará su relación filial (de hijo) con el Padre. Cuando el creyente tiene a Cristo como Salvador, su arrepentimiento y confesión traen restauración. Fuimos salvados de la muerte que era producida por el pecado y por el Espíritu de Dios, ahora estamos vivos para Cristo.

El Salmo 51 parece ser un manual de instrucciones para el creyente que ha sido vencido por el pecado. Un David destrozado por la amargura y el peso de su pecado (provocó la muerte de un súbdito fiel para adueñarse de su esposa) reconoce su falta, confiesa con humildad el pecado y solicita quebrantado las misericordias de Dios. “Límpiame con hisopo, y seré limpio” (Sal 51.7). El hisopo duele, rasga la piel y hasta puede convertirse en un instrumento de tormento, pero David sabe que vivir con el pecado no confesado es peor. El dolor no cesará hasta que no busquemos el rostro de Dios para el perdón. Nuestro Señor es propicio a los corazones humillados y al espíritu quebrantado por la conciencia de la ofensa cometida contra Él. No hay gozo, ni paz hasta que el ofensor declara su culpa y David derrama su alma delante del Dios sabiendo que no lo despreciará.

Así nosotros, hijos del Altísimo, como David, volvámonos a Dios y a su hijo Jesús ante la falta. Su misericordia nos alcanza, la sangre de Cristo nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismo. Solo entonces sentimos nuevamente el gozo de la salvación (Sal 51.12), el espíritu renovado (Sal 51.10) y el perdón desde la cruz. Solo entonces nos sentimos vivos para honrar a aquél que no escatimó nuestras rebeliones para obrar con su muerte un perdón inmerecido, fruto de la gracia incomparable que nos sostiene.

¡Dios te bendiga!

Fuente:
Faustino de Jesús Zamora Vargas

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