Cuando supo que yo estudiaba en un Seminario, José me invitó a su casa. Me contó su origen evangélico y las razones por las que abandonó la fe. Me enseñó muchos libros cristianos que aún conservaba, y me dijo:
—Llévate los que desees, ya que para mí no significan nada.
Años más tarde, cuando José ya era anciano, fui a verlo porque me sorprendió escuchar que visitaba semanalmente una de nuestras iglesias que quedaba a varias cuadras de su casa.
—Voy porque allí hay mucha paz, el templo es muy hermoso y me agrada el amor con que me reciben.
— ¿Y la fe? —le pregunté, a lo cual contestó:
—Creo que esa la perdí hace tiempo, pero me hace bien ir allí, porque me recuerda a mis padres y mi niñez.
José continuó visitando asiduamente a la iglesia hasta que su salud se debilitó. Sus familiares me contaron que después de eso, todos los días pedía que le leyeran algún pasaje bíblico y recitaba el Salmo 23:El Señor es mi Pastor, nada me faltará, en lugares de delicados pastos me hará descansar… Su memoria, que ya había borrado muchas etapas de su vida, recordaba sorprendentemente el salmo completo que de seguro aprendió en su niñez. Lo recitaba con voz entrecortada y terminaba siempre, feliz como quien realizara una hazaña, repitiendo las palabras finales: En la casa del Señor moraré por largos días. Y sonreía…
Me es difícil explicar teológicamente si José de algún modo muy personal experimentó durante su tardía asistencia a la iglesia el proceso que hoy llamamos conversión o el retorno a la fe que conoció cuando niño en la casa de sus padres. Me anima pensar que si el Señor perdonó al ladrón en la cruz, la fe renovada y senil de José, a pesar de haber vivido una vida alejada de Dios, fue también legítima.
Hoy creo que en la comprensión que todos tenemos de la fe y los requisitos para la salvación hay también misterios más allá de nuestro entendimiento. Prefiero repetir con el salmista mi imposibilidad de entender la mente del Señor y acepto que de él, y por él, y para él son todas las cosas (Romanos 11:36).
¡Dios les bendiga!