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Mi Dios es protector

Aun cuando la vida suele parecernos ordinaria en todos los sentidos, la presencia sobrenatural de Dios está con nosotros. En las buenas y en las malas. Todos somos testigos de la sobrenatural protección de Dios en la necesidad; lo hemos visto en nuestra vida y en las de otros. La protección del Señor es parte de la gracia común que Él, en su soberanía y potestad, ofrece a todos, mucho más a los que confían en la más pura manifestación de esta gracia, que es Cristo, la Roca, el más preciado refugio en la prueba y la tribulación.

Que nuestro Señor es refugio y protección no es noticia nueva para el cristiano, sin embargo, podemos dudar en medio de la tormenta, huir contracorriente y no arrojarnos a sus brazos para encontrar la seguridad. Es como tener una fortaleza y tenerla de adorno, una torre fuerte para la exhibición de mis propias fortalezas, como buscar el refugio en nuestros propios escondites edificados con ladrillos de autosuficiencia y arcilla de infidelidad. Dios dice: yo soy tu protector, no hay otro, sólo tienes que permanecer en mí. Confiar en mí. David confiaba en la protección divina: “Pero tú, Señor, me rodeas cual escudo; tú eres mi gloria; ¡tú mantienes en alto mi cabeza!” (Salmo 3.3)

David alaba a Dios, reconoce su poder protector. Dios es un escudo que no permite que el enemigo lo derribe ante las circunstancias y las aflicciones. “Tú eres mi gloria” cantaba David con acción de gracia en un himno de alabanza y de reconocimiento a la fidelidad del Señor que acude siempre al amparo de sus hijos. Cristo es nuestra gloria hoy, nuestra fortaleza, nuestro oportuno auxilio en la tribulación. (Sal 46.2 RV)

El profeta Nahúm advertía al pueblo de Nínive recordándole las misericordias de Dios: “Bueno es el Señor; es refugio en el día de la angustia, y protector de los que en él confían” (Nah 1.7NVI)

Sin embargo, nos falta el sentido del verdadero clamor, el del alma que gime por la mediación sobrenatural de Dios cuando desfallecemos o cuando las dificultades vienen a nuestra vida y no parece haber consuelo. Dios siempre escucha la oración que invoca su presencia. David reconoció a sus enemigos visibles, sus perseguidores (su hijo Absalón, el Rey Saúl), pero también reconoció a otros adversarios en su vida que le carcomían su conciencia: el pecado cometido, el orgullo. Los primeros eran reales, visibles y desesperados; los segundos le robaban la paz, el gozo, el sentido de la vida. ¿Acaso no es el pecado un temible adversario en nuestra vida cristiana, nuestra falta de fe, la ausencia de oración y de descansar en la justicia y las misericordias de Dios? El salmista lo sabe y nos lo recuerda: “Sepan que el Señor honra al que le es fiel; el Señor me escucha cuando lo llamo” (Sal 4.3).

¿En qué o quién has puesto tu confianza? ¿A quién clamas al despertar pidiendo protección? ¿Dónde has puesto tu ofrenda por el pecado? ¿Sabías que tu mejor ofrenda por el pecado es la oración que lo confiesa y que clama por la restauración? ¿Y tu sacrificio, a quién está consagrado? ¿Conocías que el espíritu de sacrificio en consagración al único y soberanos Dios es el mejor perfume de holocausto que puedes ofrecerle a nuestro Salvador? David confesó su pecado, confió en la fidelidad de Dios, vio restauración en su vida, se consagró en cuerpo y alma al Señor; su tristeza se convirtió en gozo, en sacrificios de alabanza hacia Aquél que miró primero su corazón.

Jesús está aquí, cercano a nuestras necesidades. Él es nuestro protector. Muchos han experimentado la angustia de caminar con el Señor con un Saúl corriendo a nuestras espaldas. Pero Dios es justo, Él espera que le llamemos. Él es un Dios personal. Su promesa de protegernos y ser nuestro refugio es más grande y poderosa que todos los ejércitos del mal.

¡Dios te bendiga!

Lectura sugerida: Salmo 3

Fuente:
Faustino de Jesús Zamora Vargas

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