Quien mejor aprecia la libertad, es aquel que alguna vez estuvo preso. Lo más triste es haber estado cautivo durante muchos años y ni siquiera haberte enterado de que no eras libre. La libertad es un bien preciado porque para los que conocemos a Cristo, es don de Dios. La otra libertad, la que da a la persona riendas sueltas para malgastar la vida en pasiones que llevan a la muerte eterna, es una caricatura de la verdadera libertad. Si la Palabra de Dios asegura que existe una libertad verdadera, es porque seguramente también hay una falsa. En realidad la libertad falsa es libertinaje. ¿Y cuál es la diferencia entre una y otra? Dice el diccionario hispanoamericano de la misión que el libertinaje se aleja y se burla de los preceptos morales y se goza en la violación de las normas éticas; es hacer lo que a uno le venga en ganas en cualquier circunstancia y momento.
Todas las experiencias dolorosas del cristiano antes de conocer a Cristo, estaban determinadas por la falsa concepción de la libertad. Judas, hermano del Señor, dice que algunos convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo. (Judas 4). El libertinaje hace un perfecto maridaje con el pecado y es hijo del desenfreno de la voluntad del hombre sin Dios.
El Salmo 18 es un cántico a la liberación que ofrece Dios cuando reconocemos que de Él y por Él alcanzamos libertad y liberación de las prisiones espirituales. Es bueno- aunque no en demasía – recordar de dónde hemos venido, la cárcel de miserias que nos mantuvo presos de los delitos y pecados, sobre todas las cosas, porque de ese modo podemos ser más sensibles a la necesidad de los que aún andan cautivos, pavoneándose de orgullo, en su ignorancia de la verdadera libertad.
David, en el Salmo 18, alaba a Dios por haberlo librado de sus enemigos reconociendo la mano de Dios en todas sus tribulaciones y persecuciones y dando acción de gracias por la liberación, símbolo de la victoria del que busca el rostro de su Señor en oración. Nosotros le alabamos por habernos entregado la llave – torneada a fuerza de martillos y clavos – que abrió la cárcel del pecado y nos trajo salvación y libertad. Su sangre lubricó las cerraduras enmohecidas de nuestros corazones duros y libertinos y echó abajo cada barrote de perdición.
Así que si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres. (Jn 8.36). De eso se trata: del Hijo, del enviado a anunciar buenas nuevas a los pobres, a sanar los corazones heridos, a proclamar liberación a los cautivos y libertad a los prisioneros (Isa 61.1). En la batalla espiritual de cada día, te invito a sumergir el espíritu en este Salmo y sentirás la victoria prometida, no la tuya, sino la de Cristo. Él es vencedor y nos hace partícipes de su victoria.
Muchos se han dejado engañar por las artimañas de una nueva generación de milagreros que se ocupan de asesinar la gloria de Dios cautivando la mente con falsas cosmologías. Algunos proclaman prosperidad, otros prometen bendiciones. Son los esclavizadores del hombre religioso que degenera la gracia de Dios y condicionan la salvación al seguimiento de normas que desprecian la libertad que tenemos en Cristo. Estar cautivo es ser esclavo, estar sometido y preso. Pablo le advertía a los colosenses: “Cuídense de que nadie los cautive con la vana y engañosa filosofía que sigue tradiciones humanas, la que va de acuerdo con los principios de este mundo y no conforme a Cristo” (Col 2.8)
Gozamos de libertad. El sacrificio del Cordero, único e irrepetible, permite que podamos andar en libertad y acercarnos confiados al trono de su gracia, sin temor. “En él, mediante la fe, disfrutamos de libertad y confianza para acercarnos a Dios” (Ef 3.12). Mi Dios es libertador. Él va al frente del ejército de los redimidos en su sangre y pelea todas nuestras batallas. Somos libres porque hemos conocido la verdad, (Jn 8.32) y somos templo del Espíritu… y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Co 3.17).
¡Dios te bendiga!